domingo, 23 de junio de 2019

A vos.

Hola,

Voy a escribir este mail que probablemente nunca envíe porque necesito creer un rato que puedo hablar con vos. Cuando estabas acá las cosas eran más fáciles.
Me estoy rompiendo. Tengo esa sensación de vacío en el pecho que trae la angustia. La sé reconocer porque es la misma que sentí cuando te fuiste, aunque ahora parezca un efecto exagerado. Tengo miedo. Me tiemblan las manos desde el miércoles cuando me siento a escribir. Estoy tan enojada que ni siquiera puedo conectarme con el dolor para preguntarme por qué tanto. Y mi psicóloga intenta que saque el foco "de los lugares comunes", para aprender a ver los efectos -los otros efectos, buenos y malos- de que no esté acá. Sé que sabés de quién hablo, por eso ni siquiera lo nombro. La vida es tan irónica que, como vos, también se fue a Barcelona. Quizás hasta podés contactarlo para hacerle un tour, llevarlo a comer al Nacional como prometías que ibas a hacer un día conmigo. Te mandé un enviado especial, tratalo con todo el amor que yo no puedo darle en este momento. 
Mientras tanto me siento a escupir veneno, ese que conocés a la perfección: el que largo cada vez que me siento lastimada. Estoy tan lastimada, tan abiertas tengo ahora heridas viejas, que siento que voy a tener que sanarlas sola. Quizás esto me sirva para darme cuenta que no lo necesito, como me pasó con vos después de un tiempo. Supongo que a él le debe estar pasando algo en esa línea, porque en estos días no se le ocurrió llamar para ver si todo estaba bien, cuando en Buenos Aires hablamos a veces más de una vez, incluso cuando nos esperamos en casa todas las noches. Siento, como si fuera arena, el nosotros perdiéndose entre los dedos; intentando sostenerse sobre palitos de helado, en intenciones de volver al otro parte de algo que no es compartiendo fotos; en esta vorágine de resentimiento en la que nada hay de amoroso; en un espacio donde no hay lugar para el "te extraño" y no queda ningún "te amo" de parte de ninguno de los dos. Mirá si nos quedamos atrapados en un departamento sin amor. Se suponía que esta iba a ser nuestra casa, nuestro hogar. Por un momento lo fue y ahora sólo lo veo triste, desteñido. Llevo tres días pasándole lavandina a la pared para borrar una marca que hizo en la habitación una tarde en la que le hacía cosquillas.
Anoche eran las 11 y ya estaba en la cama. Estuve un rato leyendo cosas que escribí sobre vos, cuando estabas acá. Encontré un texto que arranqué de tu cuaderno en el que hablabas sobre mí y que yo publiqué en 2013, cuando todavía todo estaba bien. Emanabas tanto amor que me largué a llorar; ojalá Francisco pudiese hablar de mí así, tan dulcemente. También encontré otro donde te pedía que me explicaras por qué me parecía tan complejo querer a alguien. Esa misma pregunta podría hacerte ahora, sólo que hablando de amar. Y tu respuesta de aquel entonces, de hace ya casi 7 años, podría ser la misma. Parece que hay algunas cuestiones que se repiten cíclicamente, por ejemplo este miedo infundado. Te necesito, como te necesitaba entonces, para que me desordenaras el tablero. Uno aprende a vivir con las ausencias, pero creo que nunca se termina de acostumbrar. Todavía sigo mirando para arriba cada vez que paso por tu departamento. Ya sé lo que vas a decirme, no es más tu departamento. Vi el cartel de venta en diciembre, supongo que a esta altura del partido ya lo habrás vendido. Me enorgullece que de a poco sueltes lo que dejaste acá. Yo también voy a soltarte ahora, este es el último mail. Siento que mi situación actual es un poco tu culpa, quizás por eso necesitaba ponerte al tanto. Es muy difícil aprender a separar, cuando uno está enojado, que lo que hace el otro es sólo una excusa y que el motivo es siempre propio. En esa me ayudaste mucho. 

Necesito un abrazo, pero no el tuyo.

Te quiero, a pesar de los años. Pero quiero al que eras, al que dejaste acá. Y también deseo que ese lejano, desconocido y ausente vos que sos ahora pueda ser feliz allá.

No vuelvas.

Bruna.

(al final sí lo mandé)

martes, 12 de febrero de 2019

Irse de casa

Tomo un poco de café. Levanto la vista, con los ojos llorosos. Estuve intentando explicarme de la mejor manera durante 20 minutos. 
-Estás asustada, ¿no? 
Niego, con la cabeza y con la voz quebrada. Había estado llorando por otra cosa, intrascendente a este punto. Pero sí, estoy asustada; tiene razón. Se ríe, me clava los ojos celestes en la mejilla porque no puedo sostenerle la mirada. Afirma, en voz alta, que estoy asustada. No importa cuánto intente convencerlo de que no lo estoy. Vuelve a reír. 
Tengo 22 años, dos monedas de un euro en la mano. Lucas me filma. Me río. A mis espaldas, una de las fuentes más famosas del mundo no pierde el protagonismo: el caudal de agua hace mucho ruido. Leímos en internet que hay que tirar dos monedas. Una para volver a Roma, la otra para pedir un deseo. Las tiro, cruzo los dedos para que a pesar de mi torpeza hayan caído adentro. 
Tengo 23 años. Volvemos de un fin de semana de roadtrip. Como yo pongo la música, es triste. En el camino lagrimeo. Cuando llegamos a la puerta de mi casa me largo a llorar con todas las letras. A esta altura del partido, Francisco es la persona que más me vio llorar en mi vida y probablemente el hombre que más vio llorar a su novia. Me sorprende (y me gusta) que intente transitarlo con ligereza. No pude decirlo, así que se lo escribí: quiero vivir con vos.
Vuelvo a terapia después de un mes de vacaciones. Le cuento las novedades: "reservamos un departamento". Me pregunta a qué se debe la decisión. Recapitulo el último mes. Me pide paciencia: para mis mamás, para mi hermana, para mi novio; habla de tiempos, de los tiempos de cada uno en particular, de cómo van digiriendo el cambio. Hasta entonces había sido consciente solamente del cambio al que se iba a enfrentar mi noviazgo, no así la relación con mi familia. Me paso 30 minutos intentando convencer a Ana (mi psicóloga) de que Pato exagera, que no es para llorar. Que esto tiene que salir bien por lo menos durante dos años más. Que nada es definitivo, ni para siempre. Que la certeza. Que esto, que lo otro.
Siempre que Ana va a despedirme saca su agenda. Creo yo que mira la semana siguiente y chequea si tiene disponible el mismo día y el mismo horario. Lo confirma en voz alta: "¿nos vemos la semana que viene?". Pero esta vez saca la agenda y no la abre. Me mira, se ríe. Me dice que no me cree nada. Que Pato llora porque, con su sensibilidad, sabe el valor que esta decisión tiene para mí. 
Tengo 23 años. Voy a vivir con mi novio. Algunas personas se encargaron de confirmar si antes no prefiero vivir sola. Es una decisión de la que estoy convencida, sin titubear. El miedo es al cambio, el que nos devuelve la chispa y nos hace sentir vivos. 
La vida es un rato.
La próxima entrada quizás (ojalá, crucen los dedos) la escriba usando un internet que pague con mi sueldo. Y el de Francisco. 

lunes, 11 de febrero de 2019

Virgo

Llevo dos días pensando sin parar. Si leyera el horóscopo, podría culpar al signo. Virgo es así. A mi amiga Maru no le gusta escucharnos decir que algo es culpa del signo; está bien, a mí tampoco debería gustarme: es una forma de desresponzabilizarnos de las decisiones que tomamos o de nuestras formas. Decía, llevo dos días pensando sin parar. Aunque técnicamente pensamos todo el tiempo; cuando una idea en particular ronda la cabeza y no da tregua, ser consciente de ese espiral constante es mucho más sencillo. Me entristezco: como siempre, mi tobogán sólo conduce al fondo. Recién hoy pude llorar.
En un arrebato de valentía, intenté expresar que quería hablar "un ratito", "si tenés tiempo", "no te preocupes". Prácticamente puedo ver a mi psicóloga removerse inquieta en su sillón. Mi deseo está, siempre, después del deseo del otro. El teléfono no lo pude atender: ni bien timbró, otra vez lloré. Resuena en mi cabeza su voz, diciendo que a veces me fabrico los problemas; como si me gustara estar así. No me gusta estar así, me convenzo.
Estoy sola. Me lastimo la cabeza. Siento un dolor punzante, pero pasa. Sigo; incluso hago una broma al respecto. No me gusta estar así, pero pongo esa música triste que no hace más que fogonear mi estado de ánimo. Me conozco, sin embargo: necesito sacarlo todo para resurgir.
Me cruzo en el reflejo de la ventana de la cocina y lloro. Me perdí en el camino, desatendí lo que me pasaba, me desdibujé donde sólo hay un otro y yo que aparezco intermitente: cuando puedo nombrar, de vez en cuando. En un papel de mierda, que no quise encarnar nunca. Ahí estoy. Siendo lo que dije que no era. Sólo quiero pedir perdón.

martes, 30 de octubre de 2018

Un otro.

Tengo 22 años. Vuelvo a terapia después de un recreo de unos meses; comparado con los casi 10 años que hace que voy a la psicóloga no es nada. Vuelvo porque hace una semana que no puedo con la angustia; porque lloro en el tren, en el bondi, cuando salgo de la facultad. Me tiemblan las manos, estoy hecha un bollito de dudas. Ana (mi psicóloga) me recibe como si los meses no hubieran pasado e internamente lo agradezco. Me trago el bache que fue mi vida en esos meses y por primera vez en casi 10 años lloro en terapia. Lo suelto todo como nunca, me avergüenzo un poco de mí mientras hablo, busco que ella sepa darme la respuesta; la que no me dieron mis amigos, tampoco mi vieja. No me la da, claro. Salgo puteando al psicoanálisis pero convencida de que la respuesta está en ese rincón de Villa Adelina que llevo evitando desde el fin de semana. Voy directo, sin escalas, con media docena de sus medialunas favoritas. Hecha un bollito, ahora sí literalmente, abro y cierro la boca como un pez. Me mira, me pide que lo largue. Se enoja, me quedo sola llorando. Vuelve. Hablamos un poco. Sólo te pido que te pongas en mi lugar. La tormenta pasa, al rato ya me río. Soy una montaña rusa. Pro primera vez me choco con un otro. 
Llega el invierno. Cumplo 23 años. Llevo semanas llorando en terapia. La angustia me pasa por el cuerpo, de pronto tengo una contractura que me dobla del dolor, que no me deja dormir, leer, trabajar, distraerme. Invade todas mis actividades, incluso falto a la psicóloga porque no me puedo levantar de la cama. Tomo pastillas, voy a kinesiología. Los días que veo a Ana ya no hablo de la angustia, sólo de cómo pasar el dolor físico. Cuando pasa, me maravillo ante el poder de la mente. Hago psicoanálisis, sí. Para mi analista y para mí, la contractura no es casual: la mente se refugia, ya no hablo de otras cosas, sigo buscando respuestas pero ya no sobre mí, sino sobre si debería seguir en kinesio o hacer RPG, si realmente se va a pasar en algún momento o si viviré a ibuprofeno con clorzoxazona el resto de mis días. El dolor pasa, sólo vuelve con la angustia. De nuevo hablo. Mi psicóloga se inquieta, se mueve en su sillón, hasta dice que la estoy poniendo nerviosa. Hay cosas que no puedo nombrar. Y aunque en ese consultorio de Martínez sigo siendo un bollito de dudas que necesita encontrar la manera, afuera pareciera que va a salir el sol.
Entonces, una tarde, llega un mail: cómo estás; voy a estar unos días en Buenos Aires en noviembre; como hace tiempo no subís cosas con Francisco asumo que te separaste; no puedo contactarte por otro lado, espero que tengas el mismo mail; mi teléfono ya no es el que sabías de memoria, pero mi departamento sigue en el mismo lugar; me gustaría verte, ir a tomar una birra, perdón si esto es inoportuno; ¿te gusta la birra ya?, qué irónico que piense que sos la de los 20, ¿no?; bueno, avisame; besos.
No respondo. Me quedo pensando varios días. Ni siquiera tengo tiempo de nombrar en terapia a ese viejo conocido. Por un momento quiero verlo; lo extraño. No respondo el mail. Fantaseo con que vamos a cruzarnos por la calle sin querer y que vamos a tomar la birra para ponernos al día. Una vez una amiga me enseñó una unidad de medida para las relaciones: antes de hacer algo, pensá cuánto te molestaría a vos que el otro hiciese eso. Sin embargo, después de los últimos meses de terapia entendí que no puedo ser la unidad de medida de nuestra relación porque ahí es donde se desdibuja el nosotros; ese nosotros que tanto me cuesta ubicar a veces, ese nosotros al que sigo intentando encontrarle la manera, para que no sea la mía ni la suya sino la de los dos. Finalmente, respondo al mail: Estoy bien; qué bueno; no me separé; no voy a desbloquearte, perdón; tengo el mismo mail, sí; sé que tu teléfono ya no es tu teléfono porque una vez intenté llamarte; la birra sigue sin gustarme y me gustaría verte pero elijo no hacerlo; espero que la pases lindo.
Adentro, todo sigue siendo caos. Cada tanto me desborda y vuelvo a llorar, ingenuamente deseo que todo fluya. Por suerte hablo un poco más, al menos después de que insista nombro lo que me pasa. A veces lo extraño mucho más de lo que me gustaría. Cuando digo que me gustaría dormir así todas las noches, es porque necesito dormir así todas las noches. Más de eso no puedo decir. El me gustaría vivir con vos lo detiene mi parte racional y virginiana. Mi concepción del amor sigue siendo pesimista: no hay forma de no sufrir si uno se entrega. Tengo 23 años, estoy con alguien hace casi dos. Todavía estoy intentando entender esto de amar a un otro, en la relación más larga y más estable que tuve. La llave que me dio no la uso sin permiso, esa es la única parte de esta alienada yo que no cambió de parecer.


martes, 27 de febrero de 2018

La historia es siempre la misma.


Eran las cinco de la mañana. Cada tanto ojeaba el celular para ver si le había escrito. Es una sincronización casi perfecta: mientras más desaparece, más lo necesita. 
El mensaje no llegó: ni a las cinco ni a las seis; y poco a poco el abrazo con el que fantaseaba desde las diez de la noche se diluyó entre los dedos.
Hay días en los que la depresión la alcanza, como si fuese cíclico, como si estuviese siempre hambrienta y lista para pisarle los tobillos. Ni bien aminora el paso, se la come viva. Son dos o tres veces por año y nunca sabe cómo pedir ayuda. No puede nombrar su tristeza, a pesar de reconocer la angustia. Todo se vuelve gris, sólo quiere escapar; el único lugar en el que quisiera quedarse toda la vida es ese que justo no tiene. Se frustra, le tiemblan las manos. Pasa de la tristeza al enojo y del enojo a la tristeza. Nombra lo que puede de lo que le pasa porque si no nadie se da cuenta. Quiere estar sola. Quiere estar acompañada. Se le nubla la vista en el tren, mientras camina al trabajo, cuando vuelve, cuando escucha música, antes de irse a dormir. Nadie puede cuidarse como ella misma, ya sabe, sin embargo no tiene la fuerza. Y nadie la cuida. Nadie la cuidó nunca. Lo dijo en medio de un llanto desconsolado que no supo de dónde salió: "me tuve que resguardar yo porque nadie me resguardaba". Como un baldazo de agua fría, la verdad la empapó y la dejó inmóvil, pero pensando. Siempre pensando. Eso no puede pararlo. Nada puede parar así, en realidad.
Y qué tristeza. Qué angustia. Qué todo. Qué va a decir si no hay nadie y a terapia no fue.

miércoles, 17 de enero de 2018

Fin de.

A veces pone la música correcta. Algo que yo no pondría, pero me sorprende cantando. Es sábado a la noche. Afuera el viento azota las copas de los árboles y le da un respiro a esta Buenos Aires incendiada. Adentro, nos dividimos las tareas en silencio y cada uno hace su parte de la cena y él lagrimea un poco porque otra vez la puta cebolla. Para mí es su forma de cortarla. Mientras se cocina la cena él adelanta capítulos y yo... No me importa, yo le hago compañía. Le acaricio el pelo, me tapo la cara en las escenas de tiros. Tengo cierta sensación de cotidianidad que me abraza y que quisiera no dejar de sentir. La música ya no suena, sin embargo en mi mente se repite esa canción que escuchaba de adolescente, mientras imaginaba y escribía un amor distinto del que ahora tengo.

Es domingo. Llueve. Hace frío, todavía. Lo observo leer el diario en silencio. Por momentos piensa que estoy enojada. No lo estoy. Pienso. Pienso mucho más de lo que alcanzo a decir. Sin embargo digo mucho más de lo que me imaginé diciendo. Algo pudo ponerle fin a mis fantasías y como pude las nombre. Qué pasa si hay otra. Y no esperé esa honestidad bruta, hay cosas de las que no habla. El pasado, por ejemplo; que le reconstruyo a cuenta gotas con lo poco que dice cuando está de humor para hablar. Pero lo dice, hubo otra. Esa historia es tan real, tan nítida, que no me enoja. Poco hay del desenlace de las historias que se desencadenaban en mi cabeza. Quizás me asustaba la desigualdad de condiciones, pero dijo algo que yo también pensé unos meses atrás: "Si estuviese solo...". 

Es domingo. Ya no llueve. Sigo admirando que haya sido sincero. Me molesta que esas cuotas de verdad siempre estén antecedidas de un "te vas a enojar". No voy a enojarme. No me enojé de hecho. Me sorprendí de mi propia seguridad, ni siquiera sentí celos; indagué por curiosidad. 

Es lunes. Ya no me asustan los fantasmas. Los propios, digo. Mi psicóloga se ríe de mí, excepto en la parte que yo me río. El efecto de lo no dicho vs. lo que Francisco siempre me hace nombrar. El segundo es, siempre, más liviano.

Casi me creo que no se puede escribir desde el amor.
A.


sábado, 15 de abril de 2017

Aquí y ahora.

Siento el nudo en la garganta, el vacío, los ojos llorosos. Desvío la vista a los pies, a la mano, a cualquier cosa que esté fuera de su mirada. Como si cuando no le sostengo la vista no pudiese verme. Todo el tiempo pienso, le digo, en cómo voy a sufrir cuando nos separemos. Ella se ríe, de pie, en el medio del living. Yo me siento chiquita, indefensa, sentada en el sillón con las piernas cruzadas, como un niño al que descubrieron haciendo una travesura. A veces pienso cuál de todos los defectos que me encuentro va a ser el que lo canse.
La sensación es la misma que tengo antes de tirarme por una pendiente cada que voy a esquiar: hay momentos que la pista es tan empinada que no hay forma de saber que hay abajo, solamente podés confiar en que los pies no van a abandonarte. Son segundos, en los que más de una vez me he paralizado. Frente al amor, también me paralicé. Ahí donde todo era cuidado y calma, me encontré llorando sin poder hablar, para luego escupir todo rápido y desprolijo como los locutores en las bases y condiciones de las promociones de la radio. Por suerte, él aprendió cuando puede reírse de mí; ese día seguramente se rió de mí. Lo que me asusta no es querer, sino sufrir. Una vez me dijo cómo puedo tener tanto miedo si no me quiere hacer mal. No lo sé. Intento explicárselo todo el tiempo, intento que mi llanto no lo asuste, que mi intensidad sea lo más liviana posible y a veces sólo logro el efecto contrario. Somos un combo de cosas buenas y malas. El otro día escuchaba no me acuerdo a quién decir que cuando nos enamoramos, es como si nos hubiésemos comprado un pedazo de playa; que al principio estamos: "mirá que preciosa, enorme, es mi porción de playa" pero que después nos damos cuenta que esa playa es en Mar del Tuyú, que la porción de arena era muy pequeña y que le da sombra todo el día, que el viento es helado y no nos permite disfrutar del mar. Pero que si alguien se queda, a pesar de todo eso, nos quiere.
Tengo una costumbre horrible últimamente que es pedir perdón por las cosas que pienso que pueden no llegar a gustarle al otro; Francisco intenta corregirmela muy seguido y mi psicóloga también, cuando remarca que lo que le pasa al otro con lo que nosotros hacemos o decimos no vamos a poder controlarlo, ni preverlo, y que en todo caso es campo de análisis para la terapia de ese otro. Quizás debería preguntarme por qué ese afán de pedir perdón. Y si bien hace dos semanas que no voy a terapia, llevo por lo menos dos meses trabajando con lo que me cuesta hablar: dejar dicho lo que quiero o lo que siento. Mi mamá, en algún momento, se encargó de destacar esa como mi falencia; mi psicóloga, en cambio, intenta separar. Ahí donde mi mamá dice "Ana no habla", mi terapeuta busca la heterogeneidad de mis relaciones y a veces se encarga de hacer especial énfasis en la que más desafíos me plantea, quizás por que es el único que se toma el tiempo y a veces tiene la paciencia para devolverme la pelota "¿y vos que querés?". Ahí, de nuevo, me paralizo. Al principio creo que se preocupaba, escuchaba cuando yo torpemente intenté dar algún tipo de explicación. Ahora, por lo general, se le exaspera la voz y pregunta si otra vez, si es en serio. No puedo cambiarme, me encantaría, a veces lo intento, creo tener la fuerza para poder hacerlo, pero me está costando muchas lágrimas últimamente. Probablemente sea quién más me empuje, sin querer, a ese cambio; pero como te empujan los padres la primera vez que le sacan las rueditas a la bici; a los tumbos. Algunos salen mejor parados, parece que yo no.
A veces, quiero decirle que puede irse cuando quiera; aunque eso sea todo lo contrario a lo que yo quiera en este momento. Juan me dijo un día que pareciera que continuamente digo lo contrario a lo que quiero y la noche en la que se lo conté con los ojos llorosos a Francisco se rió y lo atribuyó a una condición femenina, lo cual, sabe, me molesta, pero me reí también. Ingenuamente le pediría que cuando se vaya me avise con tiempo, como para que me acostumbre a la falta; con esa creencia inútil de que la anticipación hace más sencillo el duelo. Por ahora sigue acá, desparramando la punta de sus dedos por mi espalda de vez en cuando para que pueda dormir feliz. Quizás son las noches en las que más en paz me duermo.

A



viernes, 2 de diciembre de 2016

Quise decir

Hace algunas semanas que lloro aunque sea una vez por semana. Lo digo, ya no me avergüenzo de mi llanto; en algún momento eso quedaba dentro de las paredes de mi habitación. Llorar es, últimamente en mí, el acto culmine de aquello que me deja pensando por días y sólo en ese estado: paralizada, sin hablar, sin hacer, sólo cerrando hipotéticas situaciones que siempre dejan al otro afuera, rechazándome, o no queriéndome, pero es en definitiva el escenario que encuentra mi cabeza para tener todo bajo control. Allí donde la escena se me va de las manos, donde la respuesta está del lado del otro, me siento expuesta y desprotegida. Nunca pude delegar. Pero a pesar de la debilidad me enorgullezco del llanto, en definitiva, porque allí donde muchos podrían identificar una inestabilidad emocional, yo me encuentro ubicando aquello que me aflige; tengo miedo. Me creí el discurso de que querer a alguien duele, de que es un lindo riesgo de correr en tanto nos hace bien, pero que le entregamos al otro en combo el poder de hacernos mal; porque el amor, Ana, te vuelve tan frágil. Somos tan indefensos hacia el interior del vínculo, hacia ese otro que se ganó el monopolio de nuestros sentimientos, que nos pasamos continuamente rogando que sepa manejar el poder que le otorgamos. O, en mi caso, desconfiando de su capacidad y ni siquiera queriéndoselo otorgar. Le tengo miedo al riesgo de querer, de hablar, de jugársela por un sentimiento; acto que me pasé reivindicando dos años y medios y una vez que hablé me sentí tan liberada que se me pasó el amor y con él, quise convencerme, también se me fue el miedo. Poco más de un año después, me encuentro tropezando con la misma piedra. Y ante todo "¿qué te pasa?" porque a diferencia de aquel, el de ahora no mira para el costado, la respuesta es siempre la misma: "nada". Porque, ¿cómo le explicás a alguien que quererlo te da miedo; que te sentís frágil, que no poder controlar la situación te aterra; que no tener reglas de juego es algo que te descoloca pero que decidiste aceptar su forma de jugar? Hay algo que siempre pude ubicar donde aparece el llanto: no hay allí nada que reclamarle a ese otro, en ninguna situación en las que se manifiesta mi miedo puedo decir "esto es culpa tuya". Mi psicóloga se ríe orgullosa cuando con una sonrisa irónica pregunto cómo voy a enojarme porque no está en donde yo misma no le permito entrar. 
Una sola vez se lo dije, jugábamos a ese juego de preguntas y respuestas sin filtrar que a mí me servía para hacer catarsis. Estaba todo oscuro cuando le dije que el sentimiento te vuelve frágil, me preguntó por qué. Le expliqué torpemente mi punto. Todavía no tenía miedo de quererlo, se lo dije porque estaba convencida de que esa así; ya me había pasado. Esa misma noche me dijo que era una mujer inteligente y que lo sabía. Le pregunté qué era la inteligencia para él. Me explicó torpemente su punto. Creo que esa misma noche supe que a no ser que desapareciera antes, de alguna manera iba a quererlo. Hoy lo quiero, asustada y como puedo, pero lo quiero. Me cuesta una vida decirlo, siento que cada que lo pongo en palabras me compro un pasaje con vuelo directo a sufrir, en algún momento. Por eso el "nada" con el que se encuentra cada vez que pregunta es el límite donde lo nuestro se vuelve propio, el freno que reconoce que no tengo nada para reclamar allí donde no puedo hablarle de mis miedos pero sí de que esto me hace bien, de que él me hace bien, y que es eso, en última instancia, lo que me empuja a correr el riesgo. 



Creo que en definitiva siempre voy a ser más clara escribiendo
que intentando hablar.
B.

jueves, 20 de octubre de 2016

Las dos caras del día lluvioso.

Te esperé durante un rato que me resultó tan largo que tuve que pedir un café; probablemente estuviese ansioso. No sé esperar, nunca te esperé, ni de esta ni de otra manera; esas canciones que hablan de aguardar a ese alguien que llega y te salva de la soledad me molestan... La palabra salvar es muy religiosa, la soledad la disfruto en vez de padecerla y a vos no te esperaba, caíste así, con tu remera azul, las uñas rojas y la boca pintada, dijiste que tranquilamente te podría estar secuestrando mientras me sorprendía de que por primera vez en un tiempo ésta me estaba saliendo bien. Quise prenderme un cigarrillo, pero debería haberme asomado a la puerta; enfrente tenía un café humeando y afuera Buenos Aires estaba húmeda porque hacía una semana que no paraba de llover. Hay determinados momentos en que puedo domesticar la necesidad.
Me perdí en el discurso de una chica que dos mesas a mi derecha mandaba un audio: "necesito que dejes de buscarme, porque cada vez que me escribís siento que nos estamos reconciliando, que vas a encontrar la manera y después me salís con estas cosas; no puedo seguir dilatando esto". No se le notaba en la voz, pero la vi angustiada; soy bueno percibiendo aunque a veces me haga el boludo. Después, volvió al resaltador y las fotocopias que tenía sobre la mesa. 
Te esperé pensando, dibujando garabatos en una servilleta. Por un momento fue aún más necesario que estuvieses ahí, para que jugásemos a eso que jugamos a veces, inventarle historias a las otras personas; quería que te encargaras de reconciliarla con el destinatario de ese mensaje de voz, mientras yo proponía que de vez en cuando van a coger con esa nostalgia que uno siente cuando está con alguien con quien ya no funciona el resto de las cosas. Me da un poco de miedo que algún día esos seamos nosotros. 
Hay algo que necesito decirte, desde el otro día que lloraste y te tapaste la cara; a pesar de la oscuridad supe de tu tristeza por la forma en que inspirabas y el "no estoy llorando" que te salía resquebrajado cada vez que te obligaba a hablar. Quería decirte, decía, algunas cosas. La primera, es que jamás deberías avergonzarte de aquello que te pasa; que si me vas a querer necesito que lo hagas de frente, mirándome a los ojos, hablando fuerte y claro como hacés la mayoría de las veces excepto cuando te estás quedando dormida. Porque me gustás risueña, combativa, discursiva, despierta, viva e inteligente. Y eso no quiere decir que lo seas menos cuando llores; pero te pido que sepas decir por qué, de vez en cuando me cuesta una vida adivinarte, hecho que festejo, porque qué aburrido sería si pudiese anticipar tus reacciones todo el tiempo. La segunda, es que quiero permanecer; que voy a dar lo mejor de mí para abrazarte los miedos, que voy a quedarme cuando opongas resistencia. Disculpame si me río cada vez que intentás confirmar si tengo claro dónde me estoy metiendo. Necesito que dejes de protegerme de la intensidad de tu propio sentimiento, que no me asusta. Y si en algún momento te suelto y dejo que te crezcan las alas, no te vayas muy lejos; que esa libertad es sólo una excusa para que vuelvas a elegirme. 
Cuando volví a levantar la vista del papel en el que te escribía, estabas tomando mi café. Me agarraste la mano, acariciaste despacito el perfil de la palma. "No me sueltes" dijiste, por primera vez. Quedate tranquila que por ahora no quiero soltarte, y eso debería ser suficiente para ambos.

:::

Me jacté de tantas cosas,
de haber aprendido a hablar.
de poder decir todo claramente.
Aún así sigo llorando ante esa falta de palabras que me deja pensando,
siempre en una única dirección, dijo ayer mi psicóloga,
que es nada menos que el rechazo.
Y ahí se me desdibuja el otro y lo que le pasa.
Me quedo yo sola, siempre pensando,
no soportando decir,
no soportando el llanto,
no soportándome.
Si tuviese que decir algo ahora es que no quiero que se desdibuje
el plural de la primera persona.
Nosotros,
Plural inclusivo, me enseñó Semiología.
Plural que habla de un vos, de un yo.
De un interactuar de tus miedos y los míos.
De un fluir de mis voluntades y las tuyas.






martes, 23 de agosto de 2016

El orden de este lío.

"[...] 5.Saber que no se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura."
R Barthes



Nunca pude disociar el sentimiento del dolor. Me convencí de que querer te vuelve débil—que no es más que una herramienta que prestás para que en definitiva te lastimen—y que hacérselo saber—sobre todo si se incluye en la declaración la descripción de la intensidad del sentimiento—era algo que debía evitarse a toda costa. Me volví pesimista a fuerza de dolor y malas experiencias; pero esto deberías leerlo teniendo en cuenta de quién viene y yo debería advertirte, entonces, que suelo ser un poco extremista también, que el gris me cuesta tanto como las ciencias duras.
Una noche me preguntó si no era capaz de escribir algo feliz. Lo dijo después de varias veces de leer en voz alta ese comienzo nefasto con tono burlón: "Dejé de escribir porque dejé de amar." Me quedé pensando antes de responder. Probablemente en el momento en el que la escritura se convirtió en el gesto catártico de todo aquello de lo que no podía hablar, es que los textos se volvieron poco felices. No deja de sorprenderme, sin embargo, lo rápido que leyó entre líneas el grito ahogado, el escape; la velocidad con la que completó la frase esa madrugada en la que dije que consideraba que el sentimiento me volvía...
...débil.
Sí, débil, le confirmé después de agradecer mentalmente que no hubiese luz suficiente para verme la cara.
Hace unos días que quiero hablar y no encuentro la manera o ninguna me parece la mejor. Quizás sea el hecho de que siento que escribiendo soy mucho más clara que hablando; un mero acto de cobardía, que no me banco la intervención o la repregunta; quizás sea realmente lo que le dije el día que admití que estaba escribiendo sobre él como quien confiesa que alguna vez robó: me ayuda a ordenar lo que me pasa. Y lo que me pasa es algo tan lindo de decir que a veces me frustra no poder verbalizarlo, aunque mi terapeuta diría sonriendo irónicamente que el acto de escribir también comprende el ejercicio de la palabra.
Empezaría, entonces, por distanciarme de todo ese dolor que alguna vez sentí y que me convenció de que así era querer; para decir que de a poco me desordenó algunas cosas. Con voz inocente y cara de nada, dejó picando preguntas que hablan de lo bien que sabe leerme—no esto sino a mí, la real, la que mira a los ojos, la que piensa y cree—y de lo poco que lo asusta. Tengo claro que no soy fácil de querer y tampoco quiero rápido, pero hay veces—muy pocas—en las que experimentamos la subjetividad del tiempo, lo endeble que termina siendo su construcción.
Hace días que estoy intentando escribir que esto es lo más simple que me pasó en mucho tiempo. Y resaltar ese simple como una cualidad hermosa de aquello que fluye y no sabés bien por qué. A veces me sorprendo en el medio de una frase que en otro momento hubiese considerado demasiado sincera. Reírme admitiendo que me ganó pidiéndome disculpas con la mano en la rodilla e imitando sin recaudo alguno el acento de un cubano que quiso venderle habanos en un viaje. Nunca fui tan fácil. Pero es que desde la misma posición pedante en la que afirmo que no puedo relacionarme—de ninguna manera—con alguien que considere "inferior", también sé reconocer a una persona que sin pretenderlo me planta el desafío de ser suficiente Y reconocerle que sin intenciones te provoca a ser mejor, me parece que debería ser un piropo. Porque abogo por el sentimiento que potencia individuos por separado para concluir en una unión sana, sencilla, respetuosa de las voluntades del otro. Quizás resulte egoísta leerme diciendo que me invita a ser una versión mejorada de mí misma, pero lo considero lo suficientemente rápido como para entender que aquello no es si no una pantalla para no tener que decir que me siento desafiada por su inteligencia y que eso, al fin y al cabo, es lo más lindo que le puedo decir hoy a alguien.

A.