martes, 30 de octubre de 2018

Un otro.

Tengo 22 años. Vuelvo a terapia después de un recreo de unos meses; comparado con los casi 10 años que hace que voy a la psicóloga no es nada. Vuelvo porque hace una semana que no puedo con la angustia; porque lloro en el tren, en el bondi, cuando salgo de la facultad. Me tiemblan las manos, estoy hecha un bollito de dudas. Ana (mi psicóloga) me recibe como si los meses no hubieran pasado e internamente lo agradezco. Me trago el bache que fue mi vida en esos meses y por primera vez en casi 10 años lloro en terapia. Lo suelto todo como nunca, me avergüenzo un poco de mí mientras hablo, busco que ella sepa darme la respuesta; la que no me dieron mis amigos, tampoco mi vieja. No me la da, claro. Salgo puteando al psicoanálisis pero convencida de que la respuesta está en ese rincón de Villa Adelina que llevo evitando desde el fin de semana. Voy directo, sin escalas, con media docena de sus medialunas favoritas. Hecha un bollito, ahora sí literalmente, abro y cierro la boca como un pez. Me mira, me pide que lo largue. Se enoja, me quedo sola llorando. Vuelve. Hablamos un poco. Sólo te pido que te pongas en mi lugar. La tormenta pasa, al rato ya me río. Soy una montaña rusa. Pro primera vez me choco con un otro. 
Llega el invierno. Cumplo 23 años. Llevo semanas llorando en terapia. La angustia me pasa por el cuerpo, de pronto tengo una contractura que me dobla del dolor, que no me deja dormir, leer, trabajar, distraerme. Invade todas mis actividades, incluso falto a la psicóloga porque no me puedo levantar de la cama. Tomo pastillas, voy a kinesiología. Los días que veo a Ana ya no hablo de la angustia, sólo de cómo pasar el dolor físico. Cuando pasa, me maravillo ante el poder de la mente. Hago psicoanálisis, sí. Para mi analista y para mí, la contractura no es casual: la mente se refugia, ya no hablo de otras cosas, sigo buscando respuestas pero ya no sobre mí, sino sobre si debería seguir en kinesio o hacer RPG, si realmente se va a pasar en algún momento o si viviré a ibuprofeno con clorzoxazona el resto de mis días. El dolor pasa, sólo vuelve con la angustia. De nuevo hablo. Mi psicóloga se inquieta, se mueve en su sillón, hasta dice que la estoy poniendo nerviosa. Hay cosas que no puedo nombrar. Y aunque en ese consultorio de Martínez sigo siendo un bollito de dudas que necesita encontrar la manera, afuera pareciera que va a salir el sol.
Entonces, una tarde, llega un mail: cómo estás; voy a estar unos días en Buenos Aires en noviembre; como hace tiempo no subís cosas con Francisco asumo que te separaste; no puedo contactarte por otro lado, espero que tengas el mismo mail; mi teléfono ya no es el que sabías de memoria, pero mi departamento sigue en el mismo lugar; me gustaría verte, ir a tomar una birra, perdón si esto es inoportuno; ¿te gusta la birra ya?, qué irónico que piense que sos la de los 20, ¿no?; bueno, avisame; besos.
No respondo. Me quedo pensando varios días. Ni siquiera tengo tiempo de nombrar en terapia a ese viejo conocido. Por un momento quiero verlo; lo extraño. No respondo el mail. Fantaseo con que vamos a cruzarnos por la calle sin querer y que vamos a tomar la birra para ponernos al día. Una vez una amiga me enseñó una unidad de medida para las relaciones: antes de hacer algo, pensá cuánto te molestaría a vos que el otro hiciese eso. Sin embargo, después de los últimos meses de terapia entendí que no puedo ser la unidad de medida de nuestra relación porque ahí es donde se desdibuja el nosotros; ese nosotros que tanto me cuesta ubicar a veces, ese nosotros al que sigo intentando encontrarle la manera, para que no sea la mía ni la suya sino la de los dos. Finalmente, respondo al mail: Estoy bien; qué bueno; no me separé; no voy a desbloquearte, perdón; tengo el mismo mail, sí; sé que tu teléfono ya no es tu teléfono porque una vez intenté llamarte; la birra sigue sin gustarme y me gustaría verte pero elijo no hacerlo; espero que la pases lindo.
Adentro, todo sigue siendo caos. Cada tanto me desborda y vuelvo a llorar, ingenuamente deseo que todo fluya. Por suerte hablo un poco más, al menos después de que insista nombro lo que me pasa. A veces lo extraño mucho más de lo que me gustaría. Cuando digo que me gustaría dormir así todas las noches, es porque necesito dormir así todas las noches. Más de eso no puedo decir. El me gustaría vivir con vos lo detiene mi parte racional y virginiana. Mi concepción del amor sigue siendo pesimista: no hay forma de no sufrir si uno se entrega. Tengo 23 años, estoy con alguien hace casi dos. Todavía estoy intentando entender esto de amar a un otro, en la relación más larga y más estable que tuve. La llave que me dio no la uso sin permiso, esa es la única parte de esta alienada yo que no cambió de parecer.


1 comentario: