martes, 12 de febrero de 2019

Irse de casa

Tomo un poco de café. Levanto la vista, con los ojos llorosos. Estuve intentando explicarme de la mejor manera durante 20 minutos. 
-Estás asustada, ¿no? 
Niego, con la cabeza y con la voz quebrada. Había estado llorando por otra cosa, intrascendente a este punto. Pero sí, estoy asustada; tiene razón. Se ríe, me clava los ojos celestes en la mejilla porque no puedo sostenerle la mirada. Afirma, en voz alta, que estoy asustada. No importa cuánto intente convencerlo de que no lo estoy. Vuelve a reír. 
Tengo 22 años, dos monedas de un euro en la mano. Lucas me filma. Me río. A mis espaldas, una de las fuentes más famosas del mundo no pierde el protagonismo: el caudal de agua hace mucho ruido. Leímos en internet que hay que tirar dos monedas. Una para volver a Roma, la otra para pedir un deseo. Las tiro, cruzo los dedos para que a pesar de mi torpeza hayan caído adentro. 
Tengo 23 años. Volvemos de un fin de semana de roadtrip. Como yo pongo la música, es triste. En el camino lagrimeo. Cuando llegamos a la puerta de mi casa me largo a llorar con todas las letras. A esta altura del partido, Francisco es la persona que más me vio llorar en mi vida y probablemente el hombre que más vio llorar a su novia. Me sorprende (y me gusta) que intente transitarlo con ligereza. No pude decirlo, así que se lo escribí: quiero vivir con vos.
Vuelvo a terapia después de un mes de vacaciones. Le cuento las novedades: "reservamos un departamento". Me pregunta a qué se debe la decisión. Recapitulo el último mes. Me pide paciencia: para mis mamás, para mi hermana, para mi novio; habla de tiempos, de los tiempos de cada uno en particular, de cómo van digiriendo el cambio. Hasta entonces había sido consciente solamente del cambio al que se iba a enfrentar mi noviazgo, no así la relación con mi familia. Me paso 30 minutos intentando convencer a Ana (mi psicóloga) de que Pato exagera, que no es para llorar. Que esto tiene que salir bien por lo menos durante dos años más. Que nada es definitivo, ni para siempre. Que la certeza. Que esto, que lo otro.
Siempre que Ana va a despedirme saca su agenda. Creo yo que mira la semana siguiente y chequea si tiene disponible el mismo día y el mismo horario. Lo confirma en voz alta: "¿nos vemos la semana que viene?". Pero esta vez saca la agenda y no la abre. Me mira, se ríe. Me dice que no me cree nada. Que Pato llora porque, con su sensibilidad, sabe el valor que esta decisión tiene para mí. 
Tengo 23 años. Voy a vivir con mi novio. Algunas personas se encargaron de confirmar si antes no prefiero vivir sola. Es una decisión de la que estoy convencida, sin titubear. El miedo es al cambio, el que nos devuelve la chispa y nos hace sentir vivos. 
La vida es un rato.
La próxima entrada quizás (ojalá, crucen los dedos) la escriba usando un internet que pague con mi sueldo. Y el de Francisco. 

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