viernes, 2 de diciembre de 2016

Quise decir

Hace algunas semanas que lloro aunque sea una vez por semana. Lo digo, ya no me avergüenzo de mi llanto; en algún momento eso quedaba dentro de las paredes de mi habitación. Llorar es, últimamente en mí, el acto culmine de aquello que me deja pensando por días y sólo en ese estado: paralizada, sin hablar, sin hacer, sólo cerrando hipotéticas situaciones que siempre dejan al otro afuera, rechazándome, o no queriéndome, pero es en definitiva el escenario que encuentra mi cabeza para tener todo bajo control. Allí donde la escena se me va de las manos, donde la respuesta está del lado del otro, me siento expuesta y desprotegida. Nunca pude delegar. Pero a pesar de la debilidad me enorgullezco del llanto, en definitiva, porque allí donde muchos podrían identificar una inestabilidad emocional, yo me encuentro ubicando aquello que me aflige; tengo miedo. Me creí el discurso de que querer a alguien duele, de que es un lindo riesgo de correr en tanto nos hace bien, pero que le entregamos al otro en combo el poder de hacernos mal; porque el amor, Ana, te vuelve tan frágil. Somos tan indefensos hacia el interior del vínculo, hacia ese otro que se ganó el monopolio de nuestros sentimientos, que nos pasamos continuamente rogando que sepa manejar el poder que le otorgamos. O, en mi caso, desconfiando de su capacidad y ni siquiera queriéndoselo otorgar. Le tengo miedo al riesgo de querer, de hablar, de jugársela por un sentimiento; acto que me pasé reivindicando dos años y medios y una vez que hablé me sentí tan liberada que se me pasó el amor y con él, quise convencerme, también se me fue el miedo. Poco más de un año después, me encuentro tropezando con la misma piedra. Y ante todo "¿qué te pasa?" porque a diferencia de aquel, el de ahora no mira para el costado, la respuesta es siempre la misma: "nada". Porque, ¿cómo le explicás a alguien que quererlo te da miedo; que te sentís frágil, que no poder controlar la situación te aterra; que no tener reglas de juego es algo que te descoloca pero que decidiste aceptar su forma de jugar? Hay algo que siempre pude ubicar donde aparece el llanto: no hay allí nada que reclamarle a ese otro, en ninguna situación en las que se manifiesta mi miedo puedo decir "esto es culpa tuya". Mi psicóloga se ríe orgullosa cuando con una sonrisa irónica pregunto cómo voy a enojarme porque no está en donde yo misma no le permito entrar. 
Una sola vez se lo dije, jugábamos a ese juego de preguntas y respuestas sin filtrar que a mí me servía para hacer catarsis. Estaba todo oscuro cuando le dije que el sentimiento te vuelve frágil, me preguntó por qué. Le expliqué torpemente mi punto. Todavía no tenía miedo de quererlo, se lo dije porque estaba convencida de que esa así; ya me había pasado. Esa misma noche me dijo que era una mujer inteligente y que lo sabía. Le pregunté qué era la inteligencia para él. Me explicó torpemente su punto. Creo que esa misma noche supe que a no ser que desapareciera antes, de alguna manera iba a quererlo. Hoy lo quiero, asustada y como puedo, pero lo quiero. Me cuesta una vida decirlo, siento que cada que lo pongo en palabras me compro un pasaje con vuelo directo a sufrir, en algún momento. Por eso el "nada" con el que se encuentra cada vez que pregunta es el límite donde lo nuestro se vuelve propio, el freno que reconoce que no tengo nada para reclamar allí donde no puedo hablarle de mis miedos pero sí de que esto me hace bien, de que él me hace bien, y que es eso, en última instancia, lo que me empuja a correr el riesgo. 



Creo que en definitiva siempre voy a ser más clara escribiendo
que intentando hablar.
B.

No hay comentarios:

Publicar un comentario