martes, 27 de febrero de 2018

La historia es siempre la misma.


Eran las cinco de la mañana. Cada tanto ojeaba el celular para ver si le había escrito. Es una sincronización casi perfecta: mientras más desaparece, más lo necesita. 
El mensaje no llegó: ni a las cinco ni a las seis; y poco a poco el abrazo con el que fantaseaba desde las diez de la noche se diluyó entre los dedos.
Hay días en los que la depresión la alcanza, como si fuese cíclico, como si estuviese siempre hambrienta y lista para pisarle los tobillos. Ni bien aminora el paso, se la come viva. Son dos o tres veces por año y nunca sabe cómo pedir ayuda. No puede nombrar su tristeza, a pesar de reconocer la angustia. Todo se vuelve gris, sólo quiere escapar; el único lugar en el que quisiera quedarse toda la vida es ese que justo no tiene. Se frustra, le tiemblan las manos. Pasa de la tristeza al enojo y del enojo a la tristeza. Nombra lo que puede de lo que le pasa porque si no nadie se da cuenta. Quiere estar sola. Quiere estar acompañada. Se le nubla la vista en el tren, mientras camina al trabajo, cuando vuelve, cuando escucha música, antes de irse a dormir. Nadie puede cuidarse como ella misma, ya sabe, sin embargo no tiene la fuerza. Y nadie la cuida. Nadie la cuidó nunca. Lo dijo en medio de un llanto desconsolado que no supo de dónde salió: "me tuve que resguardar yo porque nadie me resguardaba". Como un baldazo de agua fría, la verdad la empapó y la dejó inmóvil, pero pensando. Siempre pensando. Eso no puede pararlo. Nada puede parar así, en realidad.
Y qué tristeza. Qué angustia. Qué todo. Qué va a decir si no hay nadie y a terapia no fue.

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