sábado, 15 de abril de 2017

Aquí y ahora.

Siento el nudo en la garganta, el vacío, los ojos llorosos. Desvío la vista a los pies, a la mano, a cualquier cosa que esté fuera de su mirada. Como si cuando no le sostengo la vista no pudiese verme. Todo el tiempo pienso, le digo, en cómo voy a sufrir cuando nos separemos. Ella se ríe, de pie, en el medio del living. Yo me siento chiquita, indefensa, sentada en el sillón con las piernas cruzadas, como un niño al que descubrieron haciendo una travesura. A veces pienso cuál de todos los defectos que me encuentro va a ser el que lo canse.
La sensación es la misma que tengo antes de tirarme por una pendiente cada que voy a esquiar: hay momentos que la pista es tan empinada que no hay forma de saber que hay abajo, solamente podés confiar en que los pies no van a abandonarte. Son segundos, en los que más de una vez me he paralizado. Frente al amor, también me paralicé. Ahí donde todo era cuidado y calma, me encontré llorando sin poder hablar, para luego escupir todo rápido y desprolijo como los locutores en las bases y condiciones de las promociones de la radio. Por suerte, él aprendió cuando puede reírse de mí; ese día seguramente se rió de mí. Lo que me asusta no es querer, sino sufrir. Una vez me dijo cómo puedo tener tanto miedo si no me quiere hacer mal. No lo sé. Intento explicárselo todo el tiempo, intento que mi llanto no lo asuste, que mi intensidad sea lo más liviana posible y a veces sólo logro el efecto contrario. Somos un combo de cosas buenas y malas. El otro día escuchaba no me acuerdo a quién decir que cuando nos enamoramos, es como si nos hubiésemos comprado un pedazo de playa; que al principio estamos: "mirá que preciosa, enorme, es mi porción de playa" pero que después nos damos cuenta que esa playa es en Mar del Tuyú, que la porción de arena era muy pequeña y que le da sombra todo el día, que el viento es helado y no nos permite disfrutar del mar. Pero que si alguien se queda, a pesar de todo eso, nos quiere.
Tengo una costumbre horrible últimamente que es pedir perdón por las cosas que pienso que pueden no llegar a gustarle al otro; Francisco intenta corregirmela muy seguido y mi psicóloga también, cuando remarca que lo que le pasa al otro con lo que nosotros hacemos o decimos no vamos a poder controlarlo, ni preverlo, y que en todo caso es campo de análisis para la terapia de ese otro. Quizás debería preguntarme por qué ese afán de pedir perdón. Y si bien hace dos semanas que no voy a terapia, llevo por lo menos dos meses trabajando con lo que me cuesta hablar: dejar dicho lo que quiero o lo que siento. Mi mamá, en algún momento, se encargó de destacar esa como mi falencia; mi psicóloga, en cambio, intenta separar. Ahí donde mi mamá dice "Ana no habla", mi terapeuta busca la heterogeneidad de mis relaciones y a veces se encarga de hacer especial énfasis en la que más desafíos me plantea, quizás por que es el único que se toma el tiempo y a veces tiene la paciencia para devolverme la pelota "¿y vos que querés?". Ahí, de nuevo, me paralizo. Al principio creo que se preocupaba, escuchaba cuando yo torpemente intenté dar algún tipo de explicación. Ahora, por lo general, se le exaspera la voz y pregunta si otra vez, si es en serio. No puedo cambiarme, me encantaría, a veces lo intento, creo tener la fuerza para poder hacerlo, pero me está costando muchas lágrimas últimamente. Probablemente sea quién más me empuje, sin querer, a ese cambio; pero como te empujan los padres la primera vez que le sacan las rueditas a la bici; a los tumbos. Algunos salen mejor parados, parece que yo no.
A veces, quiero decirle que puede irse cuando quiera; aunque eso sea todo lo contrario a lo que yo quiera en este momento. Juan me dijo un día que pareciera que continuamente digo lo contrario a lo que quiero y la noche en la que se lo conté con los ojos llorosos a Francisco se rió y lo atribuyó a una condición femenina, lo cual, sabe, me molesta, pero me reí también. Ingenuamente le pediría que cuando se vaya me avise con tiempo, como para que me acostumbre a la falta; con esa creencia inútil de que la anticipación hace más sencillo el duelo. Por ahora sigue acá, desparramando la punta de sus dedos por mi espalda de vez en cuando para que pueda dormir feliz. Quizás son las noches en las que más en paz me duermo.

A



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