jueves, 18 de febrero de 2016

A Lucía la conocí en plena crisis de mi novia, un día frío de otoño, de esos en los que a uno le gustaría pedir a gritos un abrazo, alguien con quien dormir—sólo dormir—.
Podría haberla invitado a tomar un café, quizás más acorde al clima, sin embargo nos sacamos las bufandas para tomar una cerveza helada al resguardo de la calefacción de algún bar poco memorable. Lucía estudiaba periodismo e intentaba explicarme cómo terminó allí luego de pasar por Letras y darse cuenta que no era aquel necesariamente el lugar en el mundo de aquellos que aman escribir. Por varios meses mi lugar en el mundo fue su espalda; desnuda, cálida y llena de lunares, Lucía dormía boca abajo y yo con la cabeza en sus pulmones. Sólo algunas veces aquel espacio lo ocupaba Celeste, tan lejana ya, que nos resultábamos ajenos. 
Ella era al antítesis de la mujer con la que había compartido los últimos 2 años. Idealista como pocas, sostenía que el amor, tarde o temprano, acababa devorándose a uno de los dos y que era aquello, sin dudas, lo que me había pasado con Celeste. Sin embargo cuando con una sonrisa burlona le preguntaba quién creía que se había devorado a quién, Lucía alzaba los hombros y hablaba de otra cosa. El amor, según ella, era un momento en el que uno quería quedarse para siempre y era, también, una relación de poder. Para mí, era simplemente escribir en su piel, marcar la carne que ya ha sido marcada, hacer temblar las piernas que ya han temblado en otras circunstancias, acariciar la caricia que tantos otros (¿cuántos?) depositaron antes sobre su cuerpo, y ser el recuerdo que perdure, inmortalizarme en su memoria sensorial, ser el beso que recuerde en otro beso, en todos los otros besos que ya no me pertenezcan cuando las cosas se acaben. Dijo Lucía, entonces, que ella tenía razón, que era poseerla lo que me atraía de todo eso, que fuese una extensión más de mí, acaso a mi imagen y semejanza, conocer sus sensaciones hasta monopolizarlas y moldearlas sin ninguna piedad como creyese más conveniente. 
Sonrió y se levantó de la cama para buscar un papel y un lápiz. Jugamos a escribir en una lista qué era aquello que nos deslumbraba del otro. La mía hablaba más de mí, que de una observación consciente de lo que ella era. Esa fue la última noche que nos vimos. Al final de la lista escribió que no sabía ser de alguien. Quizás era ese el gesto suyo que más me atraía; que fue, también, el que se la llevó.


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