domingo, 4 de enero de 2015

Lo miré a los ojos mientras hablaba. Por unos segundos largos fui solamente consciente de eso, de que lo miraba. Entonces, cuando por azar los ojos se encontraban y asomaba esa sonrisa que aparece siempre que escucho a alguien que siento que tiene algo que enseñarme, esas personas que disfruto escuchar realmente, sostenía la mirada los segundos suficientes para que no resultara molesto. 
En mi cabeza una cosa desata otras mil, siempre. Quizás por eso queden tantas cosas pendientes. Terminé pensando, entonces, por qué dejamos que el miedo nos gane; por qué siempre la posibilidad de perder algo es mucho más fuerte que la posibilidad de ganarlo; por qué no hay punto medio ni alivio alguno en la idea de hablar y ser y ser(se) sincero. Entonces pensé en mí, que siempre me consideré una persona fuerte y sincera; como de pronto no sólo me asusto sino que me vuelvo frágil y el terror que no—que me—da que una persona tengas ese poder sobre nosotros—sobre mí—. Y me encontré así, en silencio, buscando excusas para justificar el hecho de no hacer algo por eso que me pasa y que a veces tiñe un montón de otras cosas. Me ahogo en un vaso de agua, me pierdo en la idea de que algo no sea lo que debe ser. Yo que siempre me creí tan flexible; ahí estoy, haciendo balances para correr un riesgo, para avistar de alguna forma tierra firme del otro lado, donde pueda apoyar los pies un rato mientras diga "...". Lo lindo del riesgo, es, sin dudas, no saber qué hay del otro lado. La incertidumbre que nos hace sentir vivos, el pellizco para saber que estamos despiertos. Sí, tenés los ojos abiertos, por eso te asusta perder, por eso te tiemblan las manos. Apagá el cerebro y dejá de pensar, por una vez, tanto las cosas. Y entendé que la vida no pasa sólo en terapia, que el mundo, lo real, está afuera, que las cosas sólo pasan cuando uno las habla. 
Bajé la mirada. Me temblaban las manos. Él seguía hablando de no sé qué. Yo sólo quería que se hiciera de día.


A.
B.
El otro día me dijeron que es lo mismo.

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