jueves, 28 de agosto de 2014

Julio en Agosto.

No quiere que se conviertan en el filtro de una foto que le queda bien a cualquier otra, ni en el plano que podría ser de una película cualquiera. No quiere encontrar un título porque finalmente está cómoda con la incertidumbre; no adelantar la próxima vez, el gesto que viene o el beso en la panza. No necesita un nombre para un martes donde el tiempo se detiene y halla un un beso sobre la sonrisa de las felicitaciones más mundanas que deseó jamás.
No es el qué, sino el cómo; el silencio para configurar su mundo, para armarlo despacio como el rompecabezas de mil piezas que tiene encuadrado en el living. En el living en el que la abraza, después de un día frío, después de unos meses de mierda, después de sostener un amor que cómo dice Cortázar no le sirve de puente porque un puente no se sostiene de un solo lado.
Aprendió así, que es más lindo cuando no hay qué sostener, cuando algo se entrelaza por sí solo, cuando el abrazo llega sin palabras ni explicación alguna que lo justifique. Entonces, son su propia foto. Son, en función de un otro que los quiere; sin perderse, sin desdibujarse, sin dejar de ser aquello que son cuando no hay que ser nada. Se queda quieta cuando le abrocha el corpiño, porque intenta acomodar ese gesto dulce en algún espacio que no encuentra y hace silencio cuando le pasa el brazo por adelante del cuello y le dice que si él la desvistió, también va a vestirla. Pero las medias largas se las pone sola para que no se rompan. Es el ejemplo cinematográfico que cita cuando ella se enrolla la bufanda colorada alrededor del cuello y una parte de la cara, es el beso que deposita sobre la boca de lana roja cuando la despide y el que le da después, en el umbral de la puerta. Es la simpleza de todas las cosas, el no tener que dar explicaciones cuando dice "qué lindo". Es aceptar agarrar su mano aunque siempre le pareció absolutamente cliché porque después se pegan despacio cuando él le dice que no es el cumpleaños de Cortázar porque Cortázar está muerto. Entonces lo ahoga con la almohada. Es la sonrisa burlona que pone cuando le dice "vamos a estudiar" y le pasa unas fotocopias llenas de gráficos y fórmulas inentendibles. Le prometió que le iba a enseñar francés y ahí está, llenando espacios que poco tienen que ver con la falta de conocimiento.
Cuando se vaya, cuando abandone el piso once con esa vista a la que podría sacarle provecho con muchas fotos que no necesiten filtro alguno para ser bellas, sobre todo al amanecer cuando esa luz anaranjada y bonita en partes iguales se cuele por la ventana de las persianas bajas y y dibuje sobre la piel que ya habrá recorrido con los dedos; volverá caminando a tomarse el subte D, porque primero quiere pasar por la calle Florida y ver ya terminado el enorme retrato de Julio Cortázar hecho en tiza que vio parcialmente a la ida, cuando los nervios le hacían temblar las manos. Ahí está, en monocromo. Pero sus ojos, igual de profundos que en las fotos de Sara Facio, destacan en su rostro por tamaño y por color. No hay palabras más bellas en el mundo que las suyas, como no hay mundo más allá de las palabras. Ese es su mundo, un martes cualquiera, de un invierno cualquiera, de un día frío en Buenos Aires, de ese Buenos Aires que él tanto quiso desde París.

Feliz cumpleaños.
Desde un Buenos Aires frío.
Desde un piso once.
Desde este puente que sostengo desde la primera vez
que leí Graffiti.
Julio, en Agosto.

Bruna.

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