martes, 29 de julio de 2014

La culpa.

Siempre me pareció de cobarde echar la culpa. Cuando era más chica, si alguien se mandaba una cagada, me parecía de buen compañero, de buen amigo, mantener el voto de silencio si la persona en cuestión no quería asumir su responsabilidad. Incluso bajo la amenaza de amonestaciones colectivas—que al menos en mí nunca surtió efecto— o ante la mirada acusatoria del justiciero que sostenía que callar era, según él, un acto sumamente egoísta—quizás usase la expresión "garca"—. La ética y la moral. Pero como me dijeron el otro día, "estamos grandes, Anita"; y todos caímos en la cuenta de que tanto una como la otra son tan subjetivas como la verdad y la mentira, por lo tanto no pueden utilizarse como parámetro de nada. Conclusión rápida y probablemente errónea: no sirven para una mierda.
También porque estamos grandes, las culpas ya no son por una cosa que alguien hizo y es moralmente incorrecta; sino que se volvió algo más propio, un mecanismo mucho más personal que cuando éramos chicos. 
Anoche, volviendo a casa, hablaba con un amigo de la chica que le gusta: me contaba un episodio que no viene al caso el cual desembocó en esos comentarios que hacemos a veces sin ninguna intención en especial ni algún tipo de doble sentido (comprendido como algún motivo subyacente, no necesariamente sexual), que desenlaza en un mensaje finalmente sincero, una especie de "nos gustan las mismas cosas y tenemos un montón de música en común, podríamos hacer de las tardes de domingo algo más llevadero". Porque sí, creo que es el momento de la semana cuando uno se siente más solo y necesita alguien que le haga el favor de elegirle la música y acariciarle la espalda, compartir un café, un mate, un té; porque al final el mundo debería ser así de sencillo, como disfrutar del olor a pan tostado y el café recién hecho a la mañana.
Me bajé del auto sorprendida porque mi amigo—ese que yo siempre había imaginado como "la pongo y nos re vimos"—tenía sentimientos. Pero todo eso, mi último café con Juan y charlas que tuve con otras personas—que no tienen nombre propio porque no está muy bien que me dedique a hablar de lo que les pasa a otros—; me dejaron pensando. De pronto noté que todos sufrimos—a nuestro modo—por un "date cuenta", una de esas personas que un día aparecen, te desarman todo y con una sonrisa te tienen ahí, suspendido en el tiempo; donde de a poquito, como una taza abandonada debajo de una canilla que pierde, te vas cargando de cosas. Cuando la taza se llene, será el momento de repartir responsabilidades: "la culpa es tuya, que no te das cuenta de lo que me pasa a mí con vos". Porque es mucho más sencillo eso, que asumir el miedo que nos genera decirle a alguien lo que nos pasa, correr ese riesgo que implica abandonar la ambigüedad de la duda. Por eso siempre la culpa es tuya: si te das cuenta, porque no decís nada; si no te das cuenta, porque sos muy lento o muy pelotudo. Entonces nos odiamos, porque ya sea de una u otra forma, nos siguen gustando así.
Cuando era más chica me encantaba una canción que en un momento decía: "Turn my headphones up real loud / I don't think I need them now / 'cause you stop the noise and—". Por entonces me resultaba dulce, ahora ya no la escucho (de hecho son raras las veces que pongo esa banda que solía amar). Creía que así tenía que ser querer a alguien: simple, cotidiano, sin muchas vueltas. Quizás ahí radique el problema de nuestros "date cuenta": que uno la pasa bien incluso cuando no se dan cuenta de nada; que es la frescura la que los diferencia—sí, encima nos encargamos de auto-convencernos de que son diferentes—; que el beso que no se dan, el sexo que no tienen, no es símbolo de posesión ni de necesidades por satisfacer, sino inevitables desenlaces de que a uno le guste alguien, el fluir de un cuerpo que demuestra otras cosas más allá de la piel.
Y mientras pensaba, encontré otro punto en común: la mayoría solemos elegir los mensajes escritos para decirle a "date cuenta" que el día del amigo lo queremos festejar con un beso en la boca. Y dudo que la elección del medio sea una cuestión generacional—como se atrevería a aventurar mi madre o mi abuela—sino, simplemente, la búsqueda de un resguardo en medio de tanto terreno tormentoso. En mi caso, será también que soy mucho más clara escribiendo que hablando, que así las palabras me salen con más facilidad y termino siendo siempre más fiel a lo que pienso.
Quizás este texto no concluya en ningún lugar y sea simplemente la descripción de cosas que pasan, por suerte no sólo a mí. Lo que sí sé es que si hoy viniera alguien a amenazarme con amonestaciones para todos si no le echo la culpa a alguien, abandonaría el silencio para decir un nombre propio y que eso ya no me parece de cobarde, sino que ahora es hacerse cargo de un montón de cosas que a diario elegimos no decir.


Cinco hojas con distintos comienzos de posibles textos después,
esto.
Vuelvan pronto.
Y digan algo,
B.

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