miércoles, 9 de julio de 2014

Antes de empezar a leer, háganme el favor de abrir esto.

Afuera llueve y hace frío. Se escucha contra el techo de tejas el ruido del agua chocando y cayendo. Podés imaginarte cómo una gota se aferra al filo de la ventana y parece que se va a caer y no se cae, como narra Cortázar en su cuento. Te adelanto el final: la gota muere, cae al vacío; quizás decisión propia, tal vez simplemente tenía que ser así, la gravedad, no sé. Te concentrás en la U que forma tu camisa tirada en el piso de madera. Agarrás la taza de la mesa de luz y observás los restos de té que dejaste, la miel en el fondo. Esos restos que ya no son parte de nada, que no aceptaría nadie, ni siquiera vos en afán de rememorar lo que fue en el paladar.
Vas a la cocina y abrís la canilla. Esperás que el agua caliente, encendés la cafetera. Desechás los restos, el saquito húmedo, lavás la taza. El olor del café te obliga a sonreír y te lleva, sin querer, a otra mañana, en otro lado, bastante más cálida que esta. Dejás el café listo y volvés a la habitación. Abrís la ventana para escuchar el agua, un ratito pensás; pero no te dura ni un minuto porque un quejido proviene desde la cama. Ella que está desnuda, que el pelo le tapa la cara, cuerpo del que sólo alcanzás a ver la espalda, la piel erizada, la mano de uñas verdes que se cruza abrazando el propio torso en un intento fallido de resguardarse del frío. Te gustaría estar ahí, protegiéndola no sólo del cambio de temperatura sino de todo, ser algo más allá de eso que no son, de la desnudez de dos cuerpos sin nombre, sin sentido, sin sentimiento alguno cuando no se pone en palabras. Te negás a volver a tocarla mientras no hables de eso que te va a llevar a acariciarle la mano cuando te despidas, rápidamente, gesto fugaz que puede pasar desapercibido. Cerrás la ventana sonriendo. Escuchás la lluvia que se vuelve más intensa mientras tanto y recordás que con ingeniudad creías de chico que cuando llovía donde vos estabas llovía en todo el mundo. Que todos tenían ese humor que todos tenemos cuando llueve; que en Paris, en China y en Alaska, también la gente se subía al colectivo a las corridas; que todos dibujaban cosas en el vidrio empañado, como hacías vos en ese —por entonces—imponente Buenos Aires. Ahora que creciste se te achicaron los edificios y los espacios y el dedo se puso más grande, así que te cuesta escribir tu nombre en la ventana. Dibujás una línea, un círculo, un triángulo y querés dibujarla a ella pero tu dedo es muy grande y muy torpe. Te preguntás, sin poder evitarlo, si le gustará que la acaricies; pero no hay respuesta porque no hay, tampoco, gesto alguno que denote algo. Ni siquiera indiferencia, un alejar la mano, un seco "te estás confundiendo", acaso no decir nada y demostrar también con un gesto, de esos que sobran, que está demás. Así volás, vos, con la lluvia de fondo. Buscás en el escritorio el borrador de una historia en lápiz.
Levantás del piso su remera y el corpiño. De pronto su olor te invade y te marea. Todos tus cigarrillos, intensos, firmados en su ropa y el perfume. Lo dejás sobre la silla y te sentás al borde de la cama. Una vez te dijo que siempre hay uno que quiere y el otro que se deja querer. Lo dijo sin titubear, mirada desafiante de por medio, acaso vos pudieras llevarle la contra, vos, que te toca la pierna y se te deshace el mundo.
Recordás con bronca cómo agarró de la mesa la noche anterior el borrador que hablaba de ella; recordás el tono impotente con el que le hablaste: "no todo lo que está ahí es para que lo leas, ni te pertenece" y sí, sabemos que te empeñes o no en esconderlo, te alcanza con leer la descripción detallada del gesto que hace cuando algo le molesta para darse cuenta que no sólo esos, sino todos los borradores serán suyos hasta que alguien más despierte en vos la misma capacidad contemplativa. Y, sabés, no hablo de mirarle las tetas, sino de que te guste aquello que la define, que la hace singular. La forma en la que te desafía cuando le decís algo que no le gusta.
Te abraza por la espalda y apoya su cabeza en tu hombro. Escuchás la respiración cerca de tu oreja, la misma respiración que sentías en tu cara cuando la noche anterior la bronca los llevó a morderse, despacio, los labios. Hay algo directamente proporcional entre el amor y el odio, como si después de odiarla pudieras quererla más. Disculpame, le decís entonces, pero con lluvia sos más linda. Ella ríe, resopla en tu hombro, te estremece a piel. Sabemos que es sólo un intento barato de decirle que te gusta, que vas a hacer lo posible por guardar en tu nariz su perfume hasta que aparezca de nuevo sonriendo por algo que dijiste, construyéndote un mundo. Mundo en el que te basta con tenerla al lado, una mañana fría de otoño, a medio tapar, con el olor del café recién hecho y la sonrisa que deja el sexo que vale la pena.
Se viste en silencio. Te besa la mejilla con una sonrisa mientras dice "hasta mañana". Lo importante no es que lo diga sino que vuelva. Ojalá vuelva.


A veces ella de un gesto construye un mundo.
Lento.
Pero lo quiere así.
B.

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