domingo, 29 de junio de 2014

Desarmar

Rió. Antes de decir que no le encontraba ya sentido a alguno a esas fotos en las que las mujeres están en tetas, buscó la mano de Ignacio y enredó los dedos. Entonces lo dijo, lo dijo con cuidado tanteando la reacción, buscando algo de lo que aferrarse para discutir bien, si es que existe un discutir bien, como sinónimo de intercambiar ideas y llegar, después, a algún puerto. Entonces sonreirá satisfecha; como quién sonríe después de un orgasmo, de esos que requieren de dos personas, que tanto le gustaría que fuera por eso y no por ganarle una discusión, pisotearle un punto de vista, demostrarle que puede sostener una idea incluso frente a él que tanto le puede, que de haberlo deseado, y pinchado lo suficiente, podría doblegar hasta la voluntad más fuerte, el deseo más profundo, la idea más convincente que atraviese su mente. "Son lindas las tetas", le respondió Ignacio con esa sonrisa que todos ponemos cuando decimos algo que suena fuerte pero que en realidad deseamos decir en serio. Entonces ella argumentó que la primera que vio—habla de fotos; ya no, como él, de la parte del cuerpo, porque debería hablar de las propias y no es una conversación que le agrade tener—le pareció estéticamente linda, trasgresora; esa luz fría y la mujer sola, acaso como metáfora de la soledad, acaso simplemente invitación a contemplar, acaso depositar ahí, en ese cuerpo, lo que nos gusta. A ella le gusta que le besen el cuello y siempre quiso que Ignacio lo supiera pero no porque lo dijera sino porque lo averiguara, lo averiguara con la boca, con las manos, con el cuerpo; con la mano que ahora se posa en su rodilla para llamarle la atención, para devolverla al plano, para seguir hablando de fotos con tetas: armar un punto, desarmar otro, acaso histeriquear un segundo, mínimo, con una frase tirada al aire porque tampoco puede permitirse hacerse cargo. Nunca hacerse cargo. Qué irónico pensar que le molesten los cobardes. Entonces—siguió ella diciendo—vi otras cinco, otras diez, vi veinte: ya eran todas iguales. La repetición de un patrón, de una imagen vacía. No hay más que la forma, que la desintelectualización del arte. Mirar, mirar sin preguntarse, sin entender. Mirar en automático, mirarte. Mirarte y que me guste. Pensó e interrumpió el diálogo, porque no dijo lo último que pensó. Acabó en "entender". Ignacio le preguntó qué hay que entender en un retrato más que la belleza, en un retrato corriente, con personas vestidas, un primer plano en blanco y negro. Ámbar reflexionó y finalmente respondió nada. Entonces Ignacio retrucó preguntando por qué le exige más al retrato de las tetas. Ella volvió a reír, miró la mano en la pierna. Me molesta la desnudez cómo transgresión, dijo. Ignacio continuó: sin embargo dijiste que la primera que viste te pareció transgresora. Ámbar asintió. De pronto se ahogó, se sintió arrinconada. Si no cambia de dirección, la tiene. Pierde, no hay punto de vista que derribar más que el suyo. Si te sacaras ahora la remera—dijo Ignacio—estarías transgrediendo, aunque estuviéramos solos, aunque no encuentre nada que no haya visto ya realmente o en las fotos, da lo mismo, aunque sean tuyas o sean otras, ¿entendés?. Ámbar sonrió otra vez, encontró el hueco por el que escabullirse corriendo. Pero, si de repente comenzara a sacarme sistemáticamente la remera, hay algo de la costumbre que vuelve la transgresión monótona, predecible. Vacío realmente de significado el acto de sacarme la remera. Sistematizo. No hay sorpresa, no hay cuestionamiento. ¿Y para que está el arte sino para descolocarnos, para obligarnos a reflexionar ahí donde no hay discurso? Ignacio, después de escucharla, sacó la mano de su pierna y se revolvió el pelo. Sonrió al tiempo que entendía lo que Ámbar quería decir. 
La reflexión sobre las fotos quedará pendiente un rato. Ámbar se pierde en la idea de sacarse la remera sistemáticamente para Ignacio. No por el acto de sacarse la remera, sino por el de sacarse la ropa. Las ganas que tiene del beso que no llega, que no viene, que quizás no venga nunca. Entonces le preguntó por alguna otra cosa, no se acuerda, acaso trivial pretexto para mirarlo un rato más. Un café, varios cigarrillos y mucha música elegida al azar; Ámbar terminó pensando cómo se llega a algo así, a la naturalización de las cosas. Por qué no puede hablar claramente y cuestionarlo, qué te pasa, qué querés, qué rol cumplo yo acá. A veces se justifica diciendo que ni ella tiene claro lo que quiere, como si lo único que uno pudiese recibir de otro fuese únicamente aquello que está dispuesto o quiere dar. Qué triste esas personas que esperan que las amen de la misma manera en la que aman; Ámbar sabe que si así fuera podría quedarse esperando toda la vida. Piensa, qué cobarde de ellos, siempre depositando en el otro la responsabilidad, la decisión de dar un paso o retroceder, quiere creer que es mejor que ellos y sin embargo le aterra correr el riesgo y se hunde en esa calma monótona del dejar fluir, del si me decís algo lindo te sonrío pero decirte que te quiero me cuesta una vida; y sí, cuando lo dice le sale atropellado y torpe. No es algo que diga fuerte y en voz alta, mirándolo a los ojos, te quiero y qué te pasa; como el resto de los momentos en los que habla, incluso cuando hizo el comentario de las fotos.
Entonces, Ignacio aplastó el cigarrillo en el cenicero de cerámica que Ámbar se compró en un viaje que hizo al norte. Si te sacaras sistemáticamente la remera, Ámbar, no me volvería menos crítico y no te admiraría menos por eso, hay algo del tiempo que nos permite ver otras cosas. Ya no son las tetas sino dónde estás, qué querés, cómo se te eriza la piel por el frío, los lunares que tenés en el pecho y el de arriba del ombligo, el pelo que te cae sobre la frente cuando inclinás la cabeza, lo que hay en vos y el gesto puro que te lleva a desvertirte. Hay algo de la calentura que se pierde en lo sistemático, quizás toda ella—ya no voy a acariciarte para cogerte sino porque disfrute de acariciarte—, y hay algo del tiempo que abre el segundo plano, hay cosas tuyas que no recuerdo—que no asocio—en la foto que tengo de cuando nos conocimos, dijo. No volvió a tocarle las piernas en el resto de la noche.



Preferiría que no tuviesen nombre, pero bueno.
Es indiferente, podría ser cualquiera.
Bruna.

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