martes, 17 de junio de 2014

Las cargas de San Telmo.

Hay mucha gente caminando sola por la ciudad, nadie los mira. Todavía está oscuro y hace frío, se refugian en sus abrigos pesados, en sus bufandas grises. Los zapatos hacen ruido contra el pavimento y no tienen voz. La primera vez que lo advertí, los vi desde el colectivo. Me llamó la atención la masa de gente esperando el cambio de luz del semáforo. Y cuando este los habilitó, marcharon infelices, casi al mismo tiempo, organizados con destinos diferentes pero con la misma desmotivación. No entendí, entonces, la tristeza que me generó esa imagen. No fui más allá de sus rítmicas piernas movidas por el apuro, por la vorágine, por lo vacío. No había allí, o al menos no parecía haber, nadie que amara lo que hacía. Y no pretendo usar esa expresión a modo de cliché; quisiera, antes que nada, aludir a esa sensación que uno tiene cuando se levanta para hacer algo que disfruta, como el sabor dulce antes de un viaje que esperamos mucho. ¿Cuántos podemos decir que abandonamos la cama con la energía propia de quién lleva a cabo sus proyectos?
A veces pertenezco a esa mar de gente, quizás alguien nos mire desde el colectivo o tal vez nadie lo haga en lo absoluto. Con alegría puedo decir que mi ropa suele tener más colores que la monocromática paleta que va del blanco al negro (admito, sí, que mi abrigo por excelencia es negro pero no por un tema de gustos sino por combinación). Puedo decir, también, que disfruto de absorber el mundo. Por eso viajo atenta, me imagino sus historias, sus tristezas, sus amores, de qué trabajan, de qué estudian; a algunos los quiero, a otros los odio, a veces me enamoro. Y todos sabemos de qué se trata eso de enamorarse en un transporte público, de esa proyección que hacemos de todo lo que nos gusta en alguien que desconocemos. Soy consciente de la construcción, de lo irreal de la situación, de lo poco que le gusta Cortázar al chico de ojos celestes que está sentado en frente mío durante el viaje en subte aunque yo disfrute imaginando que quizás podríamos quedarnos discutiendo Rayuela. Ahí, en él, en esa construcción, están los rasgos del que no se construye y es, ese otro, que indudablemente proyectamos en los rincones en los que no aparece. Por eso sonrío un día de semana, a las siete de la mañana, con el subte lleno de gente, con un tipo de pinta sospechosa esperando que alguien se distraiga para sacarle el celular, sin haber desayunado mi religioso café; un lunes, un miércoles, un viernes o un martes, no importa.
Tengo un amigo con el que de vez en cuando nos escribimos emails, como si fueran viejas cartas. Es un ejercicio que me divierte ese de narrar mi vida, contar lo que me está pasando sin caretas ni tapujos, ser clara y espontánea, mandar el link de la canción que escucho mientras le escribo o hacer un paréntesis y contarle algo que me vino a la cabeza sin ningún desencadenante concreto. En el último email, luego de preguntarme por la carrera, escribió: "Adoraba ver San Telmo lleno de estudiantes de cine, arte. Exóticos, locos, espontáneos, sacándole magia a ese lugar que para mi no tenía encanto, sino que más bien era un montón de lugares viejos y sucios (no sé si porque había visto en los sótanos y en los conventillos las entrañas de ese lugar, o porque ellos poseían un ojo entrenado que yo no)". Entonces entendí y asocié. Todo se trata de cómo nos paremos a ver el mundo. Sábato narra en uno de los párrafos más hermosos de "Sobre héroes y tumbas" como, luego de la muerte de alguien, cosas insignificantes como una entrada de cine, un perfume o una canción hacen presente una sensación que aunque fugaz nos remite a un pasado (ese pasado que siempre—y esto lo agrego yo—los seres humanos inútilmente creemos que fue mejor que este presente insuficiente). Y hoy, mientras caminaba por las pequeñas veredas de San Telmo, entre esas edficaciones viejas que me resultan hermosas, vi esa realidad a la que hacía referencia mi amigo, pero también vi la mía, donde en un lugar están depositadas las pasiones, lo que a uno lo mueve y lo hace sentir bien. No se trata, entonces, de ojos entrenados, sino simplemente de la carga que tiene ese lugar. Como en Sábato la muerte resignifica una caja de fósforos, una entrada de cine, un perfume..., San Telmo se carga de amores, de pasiones, de las cosas que uno es feliz haciendo. Como el pibe del subte carga con todo lo que te gusta de otro. Como ese otro carga con todo lo que te gusta.
¿Dónde están, entonces, las cargas de esas personas que, grises, caminan por Alem un día de semana a las ocho de la mañana? ¿Acaso no hay nada que los apasione? A veces pienso que el estrés está matando a los adultos, que ya no hay nada de los '80 en esas generaciones que se levantan, trabajan, comen y se acuestan a dormir, cíclicamente. Pero esa es, simplemente, una teoría. Quizás pueda seguir indagando y llegue a alguna conclusión, acaso encuentre el objeto de deseo.
Hacia el final del email y en medio de mi caos que derivó en el texto casi ahogado de la semana pasada, G escribió: "Aprenda a disfrutar del caos, a veces del desorden vienen las mejores ideas. Ame con locura y no sufra, aunque es más fácil decirlo que hacerlo." Con esa misma idea proyectada en quien sea que lea esto, quiero terminar yo hoy. 


Che, esta soy yo otra vez y ya no sé si me parece tan divertido.
Y esto.
Y vos, hijo de puta.


(Gracias al ser humano que dejó un comentario en el texto anterior, que por cierto fue muy dulce.
No saben lo bueno que está que a uno le digan algo de lo que hace, ya sea bueno o malo.)


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