jueves, 12 de junio de 2014

Para mí escribir siempre fue hacer catarsis. A veces más explícitamente que otras, pero siempre hay en los textos una descarga, por más ínfima que sea. Por eso el "acá hay un pedacito de mí". Hoy, quizás, decida sacarme el nombre que no pertenece e intente ser lo más transparente posible. A veces necesito dejar en claro lo que pienso, aunque sea acá bajo la promesa incierta de algún posible lector.
Son pocas las veces en las que me enfrento con mi mamá. Siempre tuvimos una relación muy madura, basada en el diálogo y aún cuando hubieron posiciones diferentes frente a algo, fue sencillo ponerlo sobre la mesa. El resto, esas discusiones que tienen que ver con los roces propios de la cotidianidad, se olvidan a la hora y se sanan con un beso. Pero últimamente había algo que nos venía cargando a ambas. Como un globo que se nos inflaba cada vez más y que anticipábamos, tarde o temprano, iba a explotarnos en la cara. El martes explotó. "Hablá, explicame qué te pasa, por qué hay que decirte millones de veces las cosas" me dijo, luego de manejar dos cuadras en absoluto y tenso silencio. Las palabras salieron atropelladas de su boca, como si mientras tanto se enfrentara a algún tipo de lucha interna. Le pregunté que qué me pasaba con qué y respondió "No sé, Ana, con la facultad, con la vida, qué te está pasando".
Entonces, el nudo en la garganta. Hacer terapia, por suerte, me ayudó y me ayuda muchísimo a pensar las cosas que me pasan, a escucharme y a entender. Y aunque todavía no encontré las razones de base en las que estoy cimentando el caos en el que de pronto se convirtió mi vida, sí puedo identificar el desorden y que no es una situación que me resulte cómoda.
El hecho que había desatado su frase y la mala cara, son intrascendentes al relato. Aunque no hubiera sido ese, probablemente hubiese llegado el momento en el que alguna otra cosa desencadenara en su monólogo y mis silencios. Abrí la boca para intentar responderle, pero entonces el nudo en la garganta se me tensó aún más y una lágrima silenciosa cayó de mi ojo izquierdo—una sola que daría lugar a las que vendrían después todas juntas—una lágrima en la que descargaba mi dolor y lo mucho que me cuesta hablar claramente de las cosas que me pasan. Como pude, intenté explicarle lo que ya habíamos hablado hacía unas semanas en unos términos un poco más felices: me pasé el año pasado proyectando este, moviéndome, averiguando, imaginando cómo iba a ser; ahora que llegué, me choqué con la realidad: no me salió todo como planeé y hay algo de ese año que viví con un pie en este que me niego a dejar ir; o al menos esa es la conclusión a la que llegué en las últimas fructíferas sesiones de terapia. Quizás necesite seguir desanudando. Días atrás, cuando los términos habían sido más felices, dijo que no es porque sea mi mamá pero que ella ve en mí mucho potencial y una sensibilidad inusual (siempre recuerda lo que me dijo un jurado de un concurso literario en el que participé después de leer el cuento de Juan en el Borda—quizás lo que yo más recuerde de eso no es lo que ella trae a la memoria sino cuando me dijo "no dejes de escribir, es un camino difícil pero no dejes de escribir"—.) y que se siente impotente cuando me ve dormir 12 horas, que siente que desperdicio mi tiempo, que le gustaría verme leyendo, filmando, sacando fotos, yendo a museos. Dice que cultive el hambre del mundo, la curiosidad, que la ejercite, que conozca, que me nutra; que hay gente que no puede más y uno los entiende y no les pide, no los exige más de lo que hacen, "pero vos podés, Ana, no desperdicies eso". Entonces, no lloré. Le sonreí y hablamos, dijo que eso era lo que ella pensaba y que no necesariamente tenía que ser mi forma de ver las cosas, que si quería pasarme doce horas durmiendo estaba bien, al menos era el momento para hacerlo, pero que a ella le daba tristeza porque no hay edad más permeable que esta. 
Me quedé pensando en eso toda la semana. Ahora que no tengo iPod la hora y media de viaje en colectivo cuando vuelvo a casa me es muy útil para pensar. Quiero establecer prioridades, quiero hacer todo. Quiero ir al cine, quiero leer (a Freud, a Foucalt, a Borges), quiero escribir, quiero volver al taller literario, quiero dedicarle más tiempo a mi hermana Lola y también quisiera pasar más tiempo con Lisandro y Catalina, quiero tirarme en la cama un rato, quiero escuchar música, quiero ir a muestras, quiero sacar fotos, quiero filmar videos, quiero empezar guitarra, quiero organizar mi tiempo. Por eso me senté el viernes en el sillón blanco de mi terapeuta y le dije: "Estoy cansada de que mi mamá proyecte en mí". Entonces, llegué a otra conclusión: si la vida se tratase solamente de capacidades, no habría nunca espacio para el deseo. También están las cosas que quiero hacer, que realmente quiero hacer, y no necesariamente siempre. 
Hay veces en que algo desata en nuestra cabeza una serie de pensamientos que quizás poco tengan que ver con la situación desencadenante. Anoche, a raíz de una conversación pequeña que tuve con alguien que, como el hecho desencadenante de la discusión con mi mamá, ahora tampoco viene al caso; llegué a distintos puertos después de tanto naufragar. Cuando mi mamá empezó a salir con una mujer, mi abuela reaccionó bastante mal. Dijo cosas que todavía me parecen una aberración y que uno a veces justifica con un tema generacional. Con muchos años menos entendí que a pesar de la aparente superación que pretendía mi mamá, estaba lastimada; que la situación le había dolido; que uno inconscientemente siempre busca la aprobación de sus padres como siempre busca la de aquellos que quiere. Yo la aprobé. Le dije que más allá de que la apoyaba uno tiene que aprender a distinguir las cosas que son propias de un vínculo y aquellas que son propias de un individuo. Mi mamá iba a seguir siendo mi mamá se enamorara de quien se enamorara y yo, en última instancia, iba a quererla no por el vínculo sanguíneo que al final son solo genes, sino porque siempre fue un hermoso ser humano conmigo. En contraposición con todo lo que había sucedido con mi abuela, uno podía reconocer en sus ojos el bienestar que le generaba que alguien que quisiera esté ahí para ella, no porque necesitara la aprobación de nadie para amar, sino por el simple hecho de sentirse acompañada. Sin embargo entonces, y a pesar del amor que le tengo, me creí más allá de eso, no pensé necesitar su apoyo para llevar adelante mi vida; siempre fui tan autosuficiente y autodidacta (no es algo de lo que me jacte, a veces me hizo sentir sola). Pero esa madrugada de martes, esta semana, cuando ella expresaba su tristeza ante mi situación actual sentí cómo me soltaba la mano, me sentí sola en medio de esta vorágine en la que lucho por acomodar muchas cosas, sentí que le fallaba, que no alcanzaba sus expectativas—quizás las únicas que realmente me importe colmar—. Sentí que miraba como me chocaba contra la pared y no hacía más que pedir explicaciones. A veces está bueno que nos dejen vivir, que nos den el espacio suficiente para escribir nuestras propias historias; pero si me ves ahogándome, mamá, dame la mano y después vemos porqué me ahogué. 
Mañana, quizás me siente en el sillón blanco a hablar de cómo el pequeño diálogo de anoche me ayudó a reflexionar y desarrolle lo que acá explico torpemente en ausencia de gestos y tonos de voz; o tal vez hable de esa angustia que sentí cuando me vi obligada a hablar de mí, de lo que siento, de lo que no quiero hablar, algo que se repite en varios aspectos de mi vida. Pero ese es otro tema, otra catarsis que me inspira mucho más seguido.

Esta, a veces, soy yo.
A.

1 comentario:

  1. Che, sí. O sea, sí a todo lo que escribiste. Porque supiste describir lo inexplicable, supiste poner en palabras lo desconocido, esa sensación de "mepasaalgoperonoséqué". "Y aunque todavía no encontré las razones de base en las que estoy cimentando el caos en el que de pronto se convirtió mi vida, sí puedo identificar el desorden" Hermosa frase. Seguí escribiendo, para vos, pero un poco también para mí, porque me hace bien leerte y encontrarme en tus palabras.

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