martes, 8 de abril de 2014

Hablemos de ese lugar común que son los perfumes que nos transportan. En mi caso, por ejemplo, el aroma de los jazmines y mi abuela; el olor a porro—a pesar de no fumarlo— y los recitales; la leña encendida y Ushuaia. Pero permitámonos ser más predecibles todavía: los perfumes que, independientemente de quien los usa en ese momento, nos remiten a otra persona, incluso a otro lugar y/o tiempo.
Así es como de pronto y esperando el colectivo que me lleve de vuelta a casa, al mediodía de un día cualquiera, gracias a un hombre con el que—hasta entonces—no tenía nada en común, estoy en la playa, una noche de verano un poco ventosa. Entonces hablamos, no con el hombre de la parada de colectivo sino con el perfume, con el recuerdo de éste, con el rubio de ojos claros que lo portaba entonces, con el estudiante de agronomía que viene del interior y se mudó a Capital para poder estudiar. Y entonces él—el recuerdo—me pasa un porrón enorme lleno de Fernet bien frío. No me gusta, pero tomo. Y tomo y me gusta, pero sólo esa noche y sé, incluso antes de probarlo, que si mañana alguien me ofreciera no aceptaría con esa facilidad. Somos cuatro, pero de pronto hay dos más preguntando si tenemos algo para destapar un vino. Se sientan con nosotros, ríen. Ellos son de Salta y están de vacaciones con su familia. El rubio explica que es de un pueblo de Buenos Aires y que vino a pasar el fin de semana con su amigo Franco (creo que así se llamaba, quizás me falle la memoria). El vino tinto una vez abierto pasa de mano en mano y esta vez no acepto. Ponen música con el auto de uno de ellos, una especie de cumbia de la buena—de la sútil—música que nosotras desconocemos. Entonces nosotras diciendo que los hombres del interior son (no sabemos bien por qué) diferentes, decirlo sin generalizar y sin sonar pedantes ni nada por el estilo y explicarles, de alguna forma, que es algo con lo que nos sentimos cómodas. Quizás ya van seis horas que estamos en la playa, que hablamos como si nos conociéramos incluso más de lo que el escaso tiempo nos permite, de lo que aceptamos contar de nosotros mismos. 
A ella, a mí, no le gusta el fernet pero lo toma y tampoco le termina de cerrar él que ahora le pasa el brazo sobre los hombros, porque a final siempre se enamoró de gente que ama, que siente, que se apasiona por algo. Y piensa, sin quererlo pero también sin lograr evitarlo, que él es demasiado rubio para ella, que sus ojos son muy claros. Como si acaso fuese aquel un defecto; como si de pronto necesitase una razón para recordarse que no es ahí ni así donde y como quiere estar. Piensa, también, que ese intento de barba es lo menos varonil que vio, que le gustan los hombres con barba pero las que son en serio y eso no es nada; que le molesta compartir cigarrillos con desconocidos; que los seis años que se llevan no se notan y que le gustaría aprender de él algo más—más apasionante—que el dato curioso de que en Salta hay buenas uvas. Entonces descubre que admiró (admira) a los hombres de los que se enamoró (fueron pocos, en su mente flotan solo dos).  Y no le gusta el fernet pero esa noche lo toma; y termina en un auto a los besos con un rubio que le gusta pero no, con un pibe que después de jugar con su boca por un rato le dice "tengo novia" como si a ella le importara, como si fuese a quien debiera—acaso—pedirle disculpas. Entonces entiende por qué se enamora de otros hombres, por qué siente que ese no tiene más para darle—al menos a ella— que una cara linda y una sonrisa que adivina sincera. Que no la escucharía hablar de lo que ama, de lo que la moviliza, que no es un hombre con el que pueda quedarse en silencio y estar cómoda; quizás tomar un café, quizás estar, simplemente, uno en compañía del otro. Y se pregunta por qué será que a veces resulta tan sencillo repartir besos que decirle a alguien lo que nos pasa. Y hablamos de ese tipo de beso que es más una muestra de querer a alguien que la expresión primera de la calentura.
Cuando se baja del auto está aturdida. Desconfía del amor—ese que adivinaba finito pero profundo—; amor que no sentía por el recuerdo de ese perfume, por sus ojos claros, pero que sin embargo sí le hubiese gustado que él sintiera por su novia como para no permitir que la carne, esa impulsiva, lo gobierne. Entonces no quiere creer en el amor, a pesar de que ama. 
Pero el perfume regresa, sonriendo le dice que le escriba a su amigo así se ven en Buenos Aires. Ahora siente asco, sonríe irónicamente y le dice "nos vemos" mientras se aleja encendiendo un cigarrillo. Sabe que no van a volver a verse nunca; sabe que odia los lugares comunes; que no le gusta el fernet; que sus ojos son demasiado lindos como para enamorarla; que hubiera preferido mil veces quedarse fumando y hablando en la playa a esos besos con sabor a nada. Sí, lo sabe, pero también sabe que a veces se divierte durmiendo su cabeza un rato y funcionando en automático. Se justifica así, como si fuera eso más digno que lo que el rubio hace con su novia.
Viene el colectivo. El perfume se esfuma—él, su recuerdo, el hombre de la parada—. Camino a casa sólo hay música y el intento inútil de no pensar.


No hay más para decir que esto.
Los que leen tampoco dicen nada así que por qué habría yo de hablar.
B.

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