lunes, 21 de abril de 2014

Me resulta absolutamente sencillo reconocerlos. No estoy segura de que todos usen anteojos, pero sí la mayoría de ellos. Él los tenía. Lo identifiqué por su rostro, en el yacían las marcas que suelen dejar las experiencias ajenas vividas en carne propia, proceso por el que pasa, indefectiblemente, cualquier amante de la literatura. Era un hombre joven y sin embargo tenía canas. Vestía un suéter azul y, en el respaldo de su silla, había un blazer a cuadrillé de color marrón con unos pitucones a tono. Es extraño decir "ese tipo de personas", pero realmente puedo diferenciarlos. Los noto y me gustan, a su forma me enamoran; siempre me encargo de encontrar algo que me atraiga en ellos, algo que por ejemplo, en ese caso, me invite a sentarme en esa silla vacía que yacía frente a él y preguntarle esas cosas serias que nos permiten cavar profundo y que poco tienen que ver con si trabaja o estudia, sino con lo que sueña o anhela, con la vidas que vivió, con lo que conoce y admira del mundo. No me moví, sin embargo. Lo observaba revolviendo mi tazón de café, mientras mi papá le comentaba a mi abuela sobre el video que filmé en el último viaje que hicimos, lo lindo que es y lo bien que elegí la canción. Me gusta que se enorgullezca conmigo, pero a veces siento que lo hace en demasía. Sonreí al halago y sin escuchar demasiado me enfoqué en sus manos, en la lapicera que viajaba de sus labios al papel, en la concentración que expresaba su rostro, en el café que yacía abandonado a su izquierda. 
Me pregunté qué escribirá, cuántos libros habrá leído, qué autores disfruta; por qué elige ese café, a esa hora, para sentarse a escribir, el mismo bar que yo elijo para juntarme a tomar el té con mi abuela y mi papá porque me resulta cálido, porque me recuerda a otro bar en otra ciudad del cual disfruto, porque me gusta el café que hacen y a mi papá los scons. No podría explicarte por qué siento que lo entiendo, más allá de esa necesidad que también me surge a mí de escribir en una soledad diferente de la que me brinda mi habitación. Será que pareciera disfrutar de escribir a mano, algo que hoy casi todos van perdiendo. Le invento mil nombres y se llama Bruno, Benjamín, Jerónimo, Juan, Lautaro, Pedro, Agustín. Tampoco quiero saber como se llama. Me gusta que tenga el nombre que le elijo y la vida que imagino, que escriba porque que ama, que se apasione por las cosas que me gustaría que se apasionara. Y reconozco en su cara esa sensibilidad de la que hablaba Franco cuando una noche entre cigarrillos y palabras dijo "porque el arte te cambia". Después, sí, podría hablarte de cómo esa sensibilidad me remite a la de otro hombre que quizás, también a su manera, me enamore; y que entonces no da igual que se llame Bruno, Benjamín, Jerónimo, Juan, Lautaro, Pedro o Agustín; que tiene nombre propio y que es eso, al final, lo que lo vuelve singular y diferente. Que no hay vida que imaginarle porque la conozco, porque se apasiona por lo que él quiere apasionarse y  no por lo que yo quisiera. Disfruto, entonces, de escucharlo hablar porque al final es esa la única forma de entender cómo se para a ver el mundo.


Debería dedicarme a otras cosas.
Pero cuántas veces el deber no tiene nada que ver con lo que uno quiere.
B.

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