jueves, 11 de julio de 2013

Cómo justificar la muerte de un loco.

Juan fuma en los jardines del Borda. No sabe muy bien de dónde saca los cigarrillos ni porque está encerrado ahí. No recuerda, algo en su mente se ocupó de bloquearlo. Juan sabe, sin embargo, que no puede salir; que a la noche tiene que tomar dos pastillas; que si algo lo altera tiene que buscar un enfermero; que su hermana va a visitarlo los domingos; que los cigarrillos los tiene que guardar bien, no sabe por qué, pero algo en su desequilibrada mente lo invita a agarrarlos fuerte, a esconderlos en los bolsillos interiores de su ropa. Juan no parece loco a simple vista. Siempre está tranquilo y es bastante solitario. A veces le habla a la nada, pero cuántos que están afuera también lo hacen. Juan se repite todas las noches que no está loco, que ya va a salir.
Anoche vio un enfermero llevarse los cigarrillos de uno que bailaba sobre la cama, cantando a los gritos. Algo adentro le hizo click y entonces recordó que tiene que guardar los cigarrillos porque están robando, porque la inseguridad en el barrio está tremenda y los cigarrillos valen oro. Así que mira uno de esos pequeños cilindros a los que tanto cáncer le adjudican y lo imagina dorado. 
Está preocupado. Azul no vuelve, no la ve hace como una semana. Las enfermeras dicen que está de vacaciones, pero cómo se puede estar de vacaciones en el Borda si de ahí no se puede salir. Es preciosa, tiene unos ojos claros inmensos y el pelo oscuro, siempre porta orgullosa su guardapolvo blanco y le regala sonrisas dulces cada que tiene oportunidad. Si lo piensa un poco, es la única que le sonríe en ese lugar horrible. 
Juan cena solo. Dos mesas hacia la derecha, un joven canta y otro lo filma, o hace que lo filma, Juan no está muy seguro. Lo que sí sabe es que lo que tiene en la mano es una cámara para filmar. 
Piensa. Intenta recordar. Dónde vivía antes, cómo era el departamento, si tenía mascotas... Cree que tenía un Rottweiler que se llamaba Benjamín. No está seguro, pero hay en su mente un recuerdo nítido de la cara del perro. Juan se toma las pastillas, el domingo lo visita la hermana, fuma en el jardín, cena, duerme, lee, fuma en el jardín, cena, no duerme, no puede leer, no puede concentrarse. Extraña a Azul. Ya van dos semanas y no vuelve. 
Ahora está sentado en la galería. Llueve torrencialmente. Desde adentro del hospital se escucha, lejana, una radio. Cree escuchar Jazz, pero no está seguro. No se acuerda muy bien qué es el Jazz, sólo asocia la palabra a ese sonido que proviene de adentro. Fuma. Tiene más cigarrillos y no sabe de dónde los sacó. Tiene miedo de robárselos a otros. Tiene miedo de que esos otros se aviven. Tiene miedo de que vengan a pegarle. De noche, en sueños, hay manos que lo rasguñan y Juan se despierta asustado. Extraña a Azul. Llama un enfermero porque se altera. Lo sedan. Se duerme. Juan quiere salir y buscarla. La extraña. Extrañar a alguien es horrible. 
Tres días después la ve. Atraviesa con paso firme los jardines grises del Borda. Lo mira y le sonríe. A Juan le tiemblan las manos porque se pone nervioso. No tiene el guardapolvo blanco y el pelo que siempre ataba ahora está a merced del viento, que lo agita. Sus ojos, gigantes, igual de risueños que siempre. La extrañó. Se sienta a su lado, le da un beso en la mejilla y le dice:
—Me voy, Juan. Conseguí otro trabajo.
Se le cae el mundo. No le dice nada, no reacciona, se queda con la vista perdida hasta que ella se va y recién entonces se permite sentir lo que necesita sentir: que lo abandonaron. Está solo, rodeado de gente y encerrado, pero solo. Así que llora; en el baño, a la noche, todo el día Juan llora porque no puede soportar el abandono del único atisbo de realidad que le queda.
Un día, sentado en una sala de espera, decide matarla. La mata un perro, quizás un Rottweiler, que le muerde el cuello y se lo abre en dos. La deja en un lago de sangre y el guardapolvo blanco es carmín y los ojos inmensos ahora están vacíos. Pero Juan no puede soportar la muerte, así que le pide al perro que también lo mate a él y el perro le hace caso. El perro que no existe, que ni siquiera existía en su departamento antes de que lo internaran en el Borda. La hermana que no lo quiere, que no invertiría un solo domingo en visitar ese lugar deprimente. Y Juan que habla solo, todos los domingos en el jardín. Juan, que sentado en una sala de espera le habla a una cámara de cómo el perro la mató y no va a volver. A una cámara que no filma. Y habla de un charco de sangre que lleva años seco en el piso del pasillo del hospital en el que Juan sueña una casa, con su sillón preferido, con Azul que sangra, con un perro asesino que tiene de mascota. Con un perro que no hace más que volver real lo que se arma en su mente: que Azul no vuelve más. 


Hoy tuvimos parcial de proyecto.
A Fonseca se le ocurrió evaluarnos la creatividad.
Había que escribir el tratamiento de un guión de una historia que el nos dio—y escribió— en el que el personaje narraba en primera persona cómo había asesinado a una mujer mediante un Rottweiler  entrenado que luego, bajo las propias órdenes lo terminaba matando a quien narraba. El texto terminaba con un "me mató". Y la clave del examen era resolver cómo un muerto puede, después de muerto, contar que está muerto. Nos hubiera salvado la vida a muchos saber todo esto antes del examen, que una simple carta narrando los hechos bastaba.
Cuando terminé el parcial—me llevó toda la tarde, haciendo uso y abuso de momentos para reflexionar—  llegué a la conclusión de que necesitaba escribir el cuento de ese tratamiento tan poco adornado y detallista que estaba haciendo. 
Así que acá está.
Es diferente, ¿no? A lo que vengo escribiendo, digo.
No sé. No me gusta mucho está parte porque soy yo hablando y prefiero esconderme atrás de un personaje.
Los re quiero, ojalá en algún momento pueda escribir algo que valga realmente la pena.
B.

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