jueves, 15 de noviembre de 2012

Una dulce mañana de domingo.


En los ojos y en los dibujos, ella pinta un mundo diferente. Cree que eso la aleja de éste que tanto desprecia, de la gente que tanto la desagrada. A veces también se cansa de mí, y entonces se refugia en las hojas blancas y las manchas de tinta de la pluma estilográfica, en las novelas de Jane Austen, en la poesía de García Lorca, en esas descripciones simples pero sumamente precisas de Benedetti. Y quizás su gusto en la literatura reflejara su forma de pararse ante la vida; sólo que uno no sabe hilar tan fino al principio. Después, cuando las mañanas de domingo se vuelven tan dulces, cuando despertar abrazado a su cuerpo desnudo se vuelve una realidad, cuando tengo el tiempo suficiente para crear murales en su espalda ancha y llena de lunares; hilar tan fino queda fuera de las posibilidades. Entonces sólo me dedico a admirarla; aunque sea sumida en su escritura o en lo abstracto de sus dibujos, llorando de tristeza por una de esas novelas por demás melodramáticas, cantando fuerte una de sus canciones preferidas, bufando porque todavía no aprendió a tocar la guitarra. Verla amar, disfrutar, sufrir e incluso frustrarse es lo más cerca que puedo estar de su mundo, de su esencia. Es su momento más puro, donde es ella para ella y nadie más; donde todo queda en segundo plano y sus emociones, a flor de piel, brotan en cada recoveco de su figura con un gesto, una lágrima, una sonrisa o un suspiro. En silencio me permite hundirme en su cuerpo, besarle los miedos y acariciarle el alma, borrarle las lágrimas y dibujarle sonrisas. Y cuando el placer es tanto que no logra contenerlo, vuelve a abrir la boca para cantar en voz alta su canción preferida. 
Al final, yo simplemente la complemento. Soy una herramienta más para sentirse viva, cómo es su arte. Y aunque quizás sea egoísta, es su forma de quererme. A veces es mejor despertar una dulce mañana de domingo y darse cuenta que en ese departamento no hay lugar para los dos pero la tengo; a despertar solo, la madrugada de un viernes y notar que no existe, que nunca existió. 

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