sábado, 24 de noviembre de 2012

El barquito de papel en la tormenta.

Lo llamé llorando, como muchas otras veces. Por alguna extraña razón siempre que estoy al borde del colapso nervioso busco tierra y coherencia en su voz y en sus consejos que no siempre son los mejores; pero tiene esa forma tan particular de hablarme y decir las cosas que a mí me hace tan bien.
Me preguntó donde estaba y como pude, en medio del llanto y la desesperación, le expliqué que estaba sola sentada en un banco de los lagos de Palermo. Me rogó que no me moviese y veinte minutos después se sentó al lado mío mientras suspiraba. Sé lo mal que le hace verme sufrir, la impotencia que le genera creer que no puede ayudarme; pero su mano en mi rodilla era suficiente para sentir que iba a estar bien.
Quizás siga buscando la paz en su mano, mediante ese acto tan egoísta que es recurrir a su amistad cuando me rompo, porque fue el único capaz de hundirme en ese pozo tan oscuro del que, también, sólo salí con su ayuda. Entonces, sólo entonces, cuando los problemas me sobrepasan y mi autosuficiencia se toma vacaciones, sé que confío en él ciegamente porque en su momento supe mostrarle mis peores momentos y él aprendió a estar ahí como y cuando yo lo necesitaba.
Terminé en el sillón del altillo de su casa. Para entonces ya tenía fiebre, pero el café humeante era suficiente para ignorar el dolor de cabeza, en la que se mezclaba la discusión con mamá, el "no quiero que vuelvas a casa con el cuello así" y la discusión de anoche con L. Sí, el nombre del susodicho empieza con L.
Mientras me tomaba el café me puso hielo en el cuello y me pasó un peine varias veces, a pesar de mis quejidos (receta que Bruno propuso para que se borre más rápido). Dijo que si me interesaba saber lo que pensaba tenía algo para decir y que si no también: no deberías dejarte hacer estas cosas. Leyó en mi mirada que no me importaba lo que tuviera para decirme respecto de eso, igual no va a volver a pasar después de cómo discutí con mamá. Y entonces musitó rápidamente que a él no le importaba que eso siguiera pasando o no, que simplemente era un consejo; porque al final, eso no demuestra que te ame, que te quiera, que sea capaz de hacerte feliz, que vos estés enamorada. A veces me pregunto por qué sus tiros me duelen tanto, pensé. A veces me pregunto si alguien va a ser realmente capaz de hacerte feliz en algún momento, dijo. Duelen tanto porque es raro que falle, pensé, y si falla me roza. 
No volvió a hablar. Se movió tiempo después para poner a reproducir el mismo CD de Bon Iver que había escuchado en su auto la semana pasada. Y cuando volvió a sentarse, mientras jugaba con el palo de la batería que ya no toca, dijo: y esta vez no intento decir esa frase poco feliz que dije hace un tiempo. 
A veces sabe acariciarme lo miedos y cuidarme. Restablecer esa seguridad cimentada en palitos de helado que destruyo cada tanto, sin siquiera preguntarme por qué se cayó. Vuelve a armar mi barquito de papel para devolverlo al mar y a la tormenta, haciéndome creer (sólo hasta la próxima vez) que voy a saber navegar sola para siempre. Y sólo entonces soy capaz de creer que puedo desanudar la maraña que hice mientras estaba tejiendo esa bufanda tan linda pero compleja que son las relaciones humanas. Y cuando lo miro a los ojos para agradecerle, sabe reconocer el gracias latiendo en mi alma.

1 comentario:

  1. Sé que nada que ver, pero te encontré en los blogs que sigo y llegué hasta esta entrada. Me provocó tal dolor para romperme en lágrimas ese párrafo en donde él llegaba al lado tuyo a, simplemente, estar. Porque a veces uno se aferra tanto a una persona que esa sensación que sentimos cuando esta a milímetros nos llena, sobrepasa ese vacío chiquito. Y vos lo expresaste de la mejor manera...

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