jueves, 9 de agosto de 2012

Me fascina la forma de sus labios. Me gusta ver como los abre cuando habla o cuando me besa, más cuando me besa. Me causa gracia y ternura porque la abre exageradamente, como si no hubiera besado nunca o hubiese besado tantas veces que el dar un beso se convirtió en la acción simple y tediosa de abrir la boca para dejar pasar la lengua ajena. A veces me muerde los labios y me rio, no es inexperiencia sino picardía y abre los ojos como si me invitara a morderla sin morder, pero lo único que puedo morderle sin morder es el cuello así que sonríe sin separar los labios y vuelve a abrir la boca dejando el camino libre. Es inevitable pensar cuántos labios tocaron su boca antes que éstos, cuántas lenguas se abrieron camino entre los dientes, víctimas de la pasión o de la costumbre. Pero no responde. Le brillan los ojos y los celos la encienden. Entierra sus manos en mi pelo y susurra mi nombre. Y cuando me llama así, tan despacito, con la respiración acelerada, el pelo revuelto por mis manos y la boca enrojecida por mis besos, es fácil ignorar cuántas veces otros nombres salieron de sus labios en las mismas condiciones. Y si su cuerpo es aun tierra inexplorada, es igualmente sencillo ignorar que soy quien siembra caricias en su piel por primera vez; porque si así fuera quizás soy yo el que le enseñó a abrir tanto los labios. Y aún así nada importa cuando mi cuerpo encuentra el suyo; cuando cierra los ojos y eleva el cuello, la cara hacia arriba y la respiración descontrolada; cuando enlazamos los dedos y su cara descansa en el hueco de mi cuello. Nada importa más que su cuerpo yaciendo, exhausto, junto al mío.


¿Por qué será que él y ella nunca tienen nombre? Todavía no lo sé.
Otro de los momentos sin Internet y escritura a mano.

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