domingo, 12 de agosto de 2012

El mal-trago.

Lo escuché llorar desde afuera del baño. Lo habré visto llorar dos o tres veces en la vida, pero ahora lloraba fuerte, con ese sufrimiento que genera sólo algo que nos duele mucho. Toqué la puerta tres veces, pero no me respondía, así que abrí. No estaba solo pero quien lo acompañaba no parecía estar ayudando mucho.
—¿Qué le pasó?
—No sé, me dijo que tenía ganas de vomitar pero cuando llegamos acá se sentó en el piso y se puso a llorar.
Me senté al lado. Tenía los ojos enrojecidos por el llanto y el alcohol y estaba temblando.
—Traele un vaso de agua bien fría, por favor.
Se levantó rápidamente y cerró la puerta tras de sí. Le pedí que se levantara para enjuagarse la cara, pero seguía llorando sin consuelo. Sabía, en cierta forma, cómo manejar la situación pero el cuerpo le temblaba cada vez más y no me respondía. Lo llamé y ni siquiera llegó a voltear la cara que tuvo que acercarse al inodoro para vomitar. Tiró la cadena y, finalmente, se volteó a mirarme. Creo que jamás lo vi en un estado tan deplorable. Y aunque me daba pena, sentí cierto rechazo.
Le corrí el pelo transpirado de la cara y entonces sentí su temperatura corporal. Estaba hirviendo y temblaba de frío. Nacho volvió con el vaso de agua y nos dejó solos. Le pedí que lo tomara despacio y así lo hizo. Después recostó la cabeza en mis piernas y cerró los ojos. Seguía temblando y yo estaba cada vez más preocupada. No porque ahora no hubiese forma de volver, si no porque las cosas terminaran mal. Había tomado muchísimo.
Quizás fue mientras le acariciaba la cabeza o quizás mientras se incorporaba para vomitar otra vez que me di cuenta que realmente es mi hermano, que pase lo que pase yo voy a estar ahí. Porque necesito estar ahí tanto como él necesita que esté. Y creo que nos lo demostramos con el correr de los años en repetidas ocasiones.
—¿Me perdonás?
Cuando dijo eso toda la situación me dio gracia. Estábamos tirados en el piso del baño, yo tenía el maquillaje corrido y el pelo revuelto por la lluvia, el estaba empapado en sudor y vomitando. Había muchas otras cosas en las que pensar (como por ejemplo por qué lloraba) más allá de la discusión de horas antes. Asentí con la cabeza.
Al rato, cuando dejó de vomitar y los temblores cesaron, me quedé dormida en el piso del baño. No fue una noche feliz, pero fue lo suficientemente mala para darme cuenta de un par de cosas. Su amistad vale oro para mí; quiera o no, lo niegue o no, lo necesito. Y aunque raras veces deja caer ese muro de hombre autosuficiente, cuando lo hace es demasiado sensible como para seguir solo. Lloraba porque de vez en cuando llorar hace bien y porque no hay nada mejor que una risa después de llorar desconsoladamente, eso dijo hoy a la mañana. La fiebre no se le pasó, me juego la matrícula a que se agarró una gripe.
Yo, por mi parte, estoy más que bien. Necesito sólo un par de horas de sueño para dejar de bostezar. (Y empezar con unos de mis regalos del día del niño... ¿Cuentos de Poe o Rayuela?)
Feliz día, pequeños. Y a sonreír, que ya van a tener tiempo de llorar cuando crezcan.

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