martes, 5 de junio de 2012

Que tengo las manos frías y vos calientes, que el frío me está matando, que qué frío hace, que yo amo el frío pero lo estoy sufriendo; cualquiera es una buena razón para abrazarse en invierno, con este frío que si salís desabrigado te cala los huesos y pensás, sin saber nada de medicina, que encontraste la principal causa de osteoporosis. No, estás congelada pero no vieja y la osteoporosis lejos está de ser consecuencia del frío, que ahora te hiela los dedos porque los sacaste de abajo de la frazada para escribir.
Decía, entonces, que cualquiera es una buena razón para abrazarse, siempre y cuando tenga uno a quién abrazar. Alguien que le agarre la mano helada, le preste un buzo, la bufanda, los guantes o su gorro, demostrándole que se interesa un poco o no, y simplemente lo hace por compasión, porque al final todos sufrimos el frío. Ojo, si no tenés quién, el acolchado hace unos mimos dulcícimos y te invita a quedarte panquequeando todo el día (entiéndase por "panquequeando" la acción de quedarse enrollado entre las sucesivas capas de frazadas y no la de comer panqueques todo el día). Entonces, toda buena razón para abrazar a alguien que no está, se vuelve buena para faltar al colegio. Porque, en última instancia, la frazada y la estufa son muy buena compañía, sobre todo si Cuevana está de buen humor.
Los escritores, la gente, el mundo no tienen ni idea. La mejor estación del año para enamorarse es el otoño o el invierno. 
No hay nada más tierno que las narices coloradas y frías; nada mejor que el placer de un café bien caliente; nada más lindo que usar un gorro o una bufanda; nada más entretenido que leer un buen libro con un té quemándote la yema de los dedos. 
No todo son martes 13, de vez en cuando le guiño el ojo al Romanticismo. 

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