lunes, 11 de junio de 2012

El olor a porro le hacía picar la nariz, eso no le gustaba. Tampoco le gustaba verlo así y se preguntó cuánto valía la pena resignar para pasar un poco de tiempo juntos. La miró a los ojos, le dio la última pitada y lo apagó.
—No era tan terribe, ¿viste?—le dijo con un sonrisa simplona.
Siempre hacía eso, reducir a nada las cosas que le molestaban; y si bien por momentos era un alivio, a veces se convertía en el peor defecto. Alzó la cámara, hizo foco en sus ojos enrojecidos; tomó uno de ellos, el izquierdo, que era donde tenía el lunar, y, perfeccionando el foco, disparó. Sus ojos enrojecidos inmortalizados para siempre en esa foto que ella pincharía luego, una vez revelada, en el pizarrón de corcho.


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