sábado, 30 de junio de 2012

"Mis mambos", le dijo, como para terminar, con una sonrisa a medias y los cachetes llenos de lágrimas negras.
"Sus mambos" se repitió él, en la cabeza, como si de pronto ella hubiese puesto una barrera a un terreno en el que no iba a dejarlo entrar y él quería. Tal vez sólo porque necesitaba ayudarla y verla llorar lo deshacía.
"Está bien", le respondió. No le dijo todo lo que le pasaba, tampoco era el momento. Se hundió en el hueco entre el cuello y el hombro, respirando ese perfume que mezclaba las frutas y las flores. Le mordió despacito la clavícula, como hacía siempre. Metió las manos entre la remera y la espalda, agradeciendo la calidez de su cuerpo, acariciando el relieve de sus vértebras. Y en medio de los sentimientos, los propios y los de ella, en medio de las lágrimas y después del monólogo que muy dispuesto había escuchado, le dijo que la amaba. Quizás más de lo que ambos necesitaban, pero no podía evitarlo.
Ella sonrió, se separó un poco para limpiarse las lágrimas y muy bajito confesó que lo sabía. Dejó el té en la mesita de luz y volvió a acercarse, quizás porque últimamente ella también disfrutaba de su aroma. Le dio un beso y se acurrucó en su pecho; no quiso decir nada más. Él siguió leyendo, como estaba haciendo antes de que ella, desesperada, hablara y se largara a llorar. Ahora sentía que, sin pretenderlo, había saltado la barrera. Ahora se sentía bien.

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