martes, 28 de junio de 2011

El café de las seis

Aquí llegó Balá (que no es lo mismo que Bala).
Uf, qué semanas. Sí, me agoto de mi pajera vida, soy lo más pajero que hay.
Estoy muy copada con algunas cosas, quizás mañana pueda sentarme a escribir una entrada más entretenida. 
Hoy quiero dejar un cuento, uno de mis últimos cuentos. Últimamente hice varios, por suerte.
Me molesta el abandono que le hice a este blog. Quiero mis vacaciones, quiero el tiempo de mis vacaciones, quiero MI ritmo.
Nos leemos mañana, si puedo.
Sólo hasta entonces y recuerden que ningún comentario va a ser despreciado (xD)
Yo, que sigo esperando que Bruno me ponga un apodo.



El café de las seis

El celular timbró varias veces. Seguro eran los chicos para decirme qué fiesta me había perdido. Me alejé de los apuntes de Sociedad y Estado con pereza en busca de mi celular, lo encontré debajo de la cama. Atendí y, enseguida, la voz preocupada de Ailín me alarmó.
—Me estoy quedando sin crédito—hablaba atropelladamente—estamos en el Hospital de Clínicas. Lo internaron, tenés que venir.
—¿Cómo?
—Vení y te cuento—dijo y cortó.
            Me desvestí y me puse algo más presentable mientras intentaba asimilar un poco las cosas. Ella no había dicho ningún nombre, pero tampoco lo necesitaba para saber a quién se refería. Me sentí culpable por no haber ido esa noche, sin embargo las cosas no venían muy bien y había preferido quedarme en casa. Entonces  la inevitable idea de que si yo hubiese estado ahí, no le habría pasado nada.
            Cerré los ojos, respiré hondo. Tomé las llaves, el celular y plata del cajoncito de mamá. Debía llegar rápido así que corrí hasta Rivadavia para conseguir un taxi. Diez minutos después y veinticinco pesos menos, atravesaba la puerta del Hospital de Clínicas. Lo divisé a Tomás en la máquina de café haciendo lo posible para agarrar cinco vasitos humeantes juntos. Me acerqué apresurado y le ofrecí mi ayuda, pero antes de aceptarla me abrazó y me dijo que tenía que ser fuerte. Fuimos al área de terapia intensiva. Estaban todos mis amigos, con los que él había salido esa noche. Ailín se acercó y me dio un beso en la mejilla.
—¿Qué pasó?
—Se le fue la mano, tomó muchas pastillas. Éxtasis.
—¿Alcohol también?—pregunté, pero ya sabía la respuesta.
            Se quedó en silencio, así que la sacudí por los brazos.
—Tomó un poco—confesó—. Tranquilizate, Santiago, así no vas a conseguir nada.
—Son unos irresponsables, todos—grité, mirándolos a los cinco a los ojos—. Y vos, Ailín, sos su hermana. No…
—Calmate, estúpido, calmate. ¿Qué ganás con echarnos la culpa? Bien sabés que Franco ya es grande; y que no importa las veces que le digamos que no, si él quiere lo va a hacer igual—esa fue María.
—Decime, ¿vos qué harías si el que estuviese ahí adentro fuese Tomás?
Vi como bajaba la vista y alcancé a escuchar cuando se largaba a llorar.
—Si no se hubiese peleado con vos, no se hubiera drogado—me dijo Rodrigo, con voz bajita, probablemente temiendo mi reacción.
—Si lo hubiesen cuidado, tampoco se habría drogado.
—¿Ves que no cambiaste nada? Nunca lo tomás en cuenta, no pensás que él también decide. Y como no querés admitir que en esto tenés tanta responsabilidad como nosotros, nos echás la culpa—dijo Tomás, con la cara enrojecida de enojo mientras abrazaba a su novia, María.
Me senté en el piso contra la pared y bebí uno de los café que Tomás había sacado de la máquina. Yo sólo quería que Franco se recuperara… recién era las seis de la mañana.

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