lunes, 6 de octubre de 2014

“¿Por qué, a ciertas horas, es tan necesario decir: «Amé esto?»
Dar testimonio, luchar contra la nada que nos barrerá.”
Julio Cortázar

Cuando Benjamín vuelve a abrir los ojos, no hay en él más que la desorientación típica de quien ha dormido profundamente. Absorbe muy atento el mundo; como si jamás lo hubiese percibido de esa manera. Acaricia con cuidado el sillón de cuero bordó en el que está sentado, como si grabara en su memoria la textura. La luz que entra por el ventanal es escasa, pero lentamente va acostumbrándose a la penumbra. Hay allí sólo una cosa que no le resulta extraña: Sofía que lo mira. Los ojos grandes, la piel pálida, las pecas en las mejillas. Ni siquiera es extraña su voz cuando por fin habla para decirle que ha estado lloviendo toda la noche.
“Me dormí mientras me acariciabas el pelo” dice Benjamín, que no sabe muy bien por qué lo dice; no recuerda haberse dormido, tampoco que ella lo acariciara. Será Sofía, se pregunta entonces, y su certeza tiembla buscando en el recuerdo el momento en el que asocia ese nombre con su cara. Sofía se levanta del piso y camina hacia la estufa; frota sus manos sobre el calor que esta emana; coloca un mechón de pelo que le obstruye la mirada detrás de su oreja y se acomoda el bretel de la musculosa roja. Es eso último lo que Benjamín reconoce como si lo hubiese atestiguado tantas veces que ahora, familiarizado por la repetición, la vuelve a ella tan cotidiana como el propio gesto. Le dice que tienen que volver a Buenos Aires y Sofía asiente, desde el otro lado de la habitación.
De pronto es de día y ella lee un libro a la sombra de un árbol del enorme campo de su abuelo paterno. Sofía es ahora Lucila; los ojos marrones son claros; el pelo largo, una melena recta y despeinada como si recién hubiese abandonado la cama. Su piel ha tomado color y las pecas, desaparecido. Lucila tiene los pies descalzos mientras llora con “La Tregua”. Benjamín la mira, por un momento no hay más que esas piernas a las que asiste una y otra vez en su habitación, en el sillón del living, a veces en algún hotel del centro. Lucila es mujer de copas de vino y charlas profundas, de domingos lluviosos, de besos robados.
En el tren, Lucila es rubia y su flequillo corto promete música y cigarrillos mentolados. Dibuja con lapicera negra, en un anotador pequeño que sacó de su mochila verde. Lucila no es Lucila, se llama Abril y sus ojos son tan verdes como su mochila; los dedos de uñas azules tan largos que Benjamín piensa que sería un desperdicio que no tocara el piano. Mientras el sol se esconde, Abril tararea una canción. Luego le dice que ha sido un lindo fin de semana. Ya no dibuja, ha guardado la libreta. Se acurruca en su hombro y esconde la cara en su cuello mientras él observa el horizonte, la luz que cambia, el sol como único indicio del tiempo que pasa. Siempre algo lo obligará a cruzar el puente. Entonces, ya desde la otra orilla de la vigilia, la mirará a Brenda que con sus ojos enormes; sus piernas largas; su sensibilidad por el arte; las trae a todas ellas sin saberlo. A todas ellas, que desde un pasado quieto e infranqueable, se actualizan con cada gesto que Brenda hace. Cuando Benjamín la bese, por primera vez la bese, besará una boca familiar y estarán allí todos los besos a todas las mujeres que en algún momento, también, lo han obligado a cruzar el puente.


Nunca corrijo nada. No es algo de lo que esté orgullosa, igual.
Gracias por partirme el cráneo.
Pero creo que hasta acá llegué.

B.

No hay comentarios:

Publicar un comentario