jueves, 21 de febrero de 2013

Ana y su sillón blanco.


A veces reflexiono sobre mi vida como si fuera una espectadora, como si lo que viviese no afectara ni modificara mi forma de ver, de asumir, de—valga la redundancia—vivir las cosas. Creo que, en parte, esto se lo debo a los ya casi tres años que llevo haciendo terapia que me ayudan, entre otras cosas, a dejar de lado mis juicios de valor a la hora de analizar una situación. 
Me ha pasado varias veces que, cuando por alguna razón sale en una conversación el tema de que voy al psicólogo, la gente mayor me pregunta si estoy bien y los de mi edad me dicen que estoy loca. "Yo no necesito que nadie me diga lo que tengo que hacer" es normal escuchar en la gente que, quizás, nunca fue a terapia o, por el contrario, fue y se encontró con alguien poco profesional. El día que Ana—mi psicóloga (siempre aclaro esto para que no crean que hablo en tercera persona de mí)—se atreva siquiera a deslizarme muy sutilmente una sugerencia de lo que tengo que hacer o dejar de hacer, ese día, con una sonrisa me voy a levantar del sillón blanco en el que me siento todos los miércoles a las 10 de la mañana y le voy a decir: "Muchas gracias, fue lindo mientras duró" y no voy a volver. Jamás. Porque no es así. Porque no es ese el fin de hacer terapia. Los psicólogos no tienen que decirnos qué hacer. En el imaginario colectivo está arraigada la idea de que los adolescentes necesitan un psicólogo cuando se portan mal en el colegio, se drogan, tienen alguna patología o sufrieron alguna tragedia. Puedo asegurarles que no me pasa nada de eso. Soy una adolescente "normal"—qué palabra tan horrible— con sus alegrías y problemas como tiene todo el mundo.
Me considero una persona muy pensativa. Mastico mucho las cosas que me pasan y siento y, por lo general, soy más de guardar que de decir. Quizás por eso llegó un punto donde necesité "mi espacio". Un lugar donde escucharme y ordenar todas esas ideas que se ovillan en mi cabeza; para eso me sirve ir a terapia. No saben lo lindo que es llegar a conclusiones que te dan pautas del por qué de algún comportamiento propio que te disgusta y que, de esa manera, podrías llegar a modificar. O al menos entenderlo. En lo que respecta a la relación con mi papá, por ejemplo, entendí algunas de mis actitudes que todavía no puedo modificar pero que, por lo menos, identifico y comprendo (como aquella a la que una vez le dediqué una entrada, cuando entendí que justificar era muchísimo más sencillo que escuchar la verdad del otro). De otra manera, esa relación un tanto conflictiva hubiera seguido siendo una relación de mierda y  yo, otra de las tantas adolescentes que no logra llevarse bien con alguno de sus padres. Está buenísimo encontrar porqués, tener la mente en continuo movimiento, tener el coraje de cuestionarse uno y de cuestionar a los que nos rodean, poner un límite, entender hasta dónde podemos y queremos ceder y en qué cosas no "tranzamos", identificar solos el momento en el que cometemos un error para pedir perdón cuando es necesario.
Me acuerdo perfecto el día en que, en medio de una de las dos crisis importantes que tuvo mi relación con mi mejor amiga, me senté y le dije a Ana: "Porque Marina...". Y ella, maliciosa, sonrió y alzando una ceja dijo: "¿Marina?", intervención a la que yo suspiré y aclaré: "Maru" y ella rió. Aquella expresión fue suficiente para identificar mi enojo. Después de haber estado casi la totalidad de la sesión hablando del problema—que ahora ya no recuerdo cuál fue, aunque sí recuerdo que fue hace dos veranos—logró hacerme ver y yo logré ver, que más allá de esa pelea de mierda que habíamos tenido, yo priorizaba un montón de otras cosas que eran más importantes que una discusión y tan importantes eran que había podido enumerarlas en medio del enojo. Igual que el día que con los ojos llorosos le dije: "Porque ahora ella se fue a Nueva York y yo no le pude decir ni 'buen viaje'", eso para mí era más importante que el tiempo que llevábamos sin hablarnos (que ya era más de un mes). Ahora me río, porque a veces soy dramática y porque Ana me respondió: "Bueno, pero no se fue a vivir...".
Me gusta la importancia que toma la palabra cuando uno hace terapia. El porqué uno elije una palabra y no otra, porqué decidimos callar, porqué hablamos, porqué decimos lo que decimos o hacemos lo que hacemos. Ojalá pudiésemos todos traspasar ese valor a todos los ámbitos de nuestras vidas, ser conscientes de que lo que decimos es una forma de expresión tan valiosa como lo puede ser un gesto. Poner en palabras lo que nos pasa puede ser el comienzo o el fin de muchas cosas, y es algo que nadie más puede hacer por nosotros.


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