martes, 9 de octubre de 2012

Franco y la guerra.

Tarde o temprano, siempre llega un punto en nuestra relación en el cual Franco se da cuenta que es preciso recordarme que es humano y que se equivoca. El problema de semejante favor no es que lo haga, ya que hasta en cierto modo es sano, sino la forma en que lo hace y que no haya límites. Si la hunde, la hunde hasta el fondo; y hoy no hubo excepción. 
Ya de por sí es desagradable escuchar a alguien atribuyéndose o alardeando del poder de hacerte sentir feliz. ¿Por qué? No sólo porque las personas les entregamos esas facultades a aquellas que creemos que jamás van a usarlas en nuestra contra, sino también porque ese poder conlleva, además, el de hacernos mal. El de destruirnos. El de jugar con nuestra psiquis hasta el punto de dañarla. Sin embargo, y conociendo de memoria mi concepción de las cosas, se creyó lo suficientemente hombre para decir, sin ningún tipo de recaudo, que yo no iba a ser feliz con nadie que no fuera él—o al menos no tanto como lo fui con él. Y a cruel, cruel y medio. Me encargué de recordarle sus fallas, para que él también se dé cuenta que es humano. Le recordé lo mucho que sufrí cuando no supo usar bien toda esa confianza que yo había depositado en él; cuando se encargó de destruirme para terminar desapareciendo por años, sólo porque no podía soportar que la culpa fuera la única que me torturara. En su momento le gustó verme sufrir, más cuando era él quien provocaba todo ese dolor. 
Hacía tiempo que no hablábamos, pero entendió perfectamente lo que pasaba. No hizo falta contarle muchas cosas para que se diera cuenta a qué se debía la distancia, punto al cual objeté con un "vos tampoco me llamaste". Se dio cuenta tarde de que lo que había dicho estaba mal, que los dos habíamos sufrido a manos del otro, y que juntos somos tan destructivos que no hay otra posibilidad concebible que no sea esa amistad tan linda que logramos tener en los momentos de calma. Y es curioso que la última vez que lo vi, tan vulnerable como estaba, haya llegado a la conclusión de que nos necesitamos para subsistir. "Porque no le vas a decir lo que sentís, porque sos cobarde y no te animás a ponerte esos ovarios de los que tanto alarde hacés para decirle lo que te pasa", dijo, simplemente porque le divierte ser injusto conmigo; lo más triste es que no tiene ni idea justamente porque desapareció lo suficiente para que yo me olvidase—y olvidarse él— que la última vez que lo vi estaba muy triste como para siquiera levantarse del piso por sí solo. Y que ahí estuve yo, sentada en el piso de un baño asqueroso mientras temblaba de frío.
Yo lo quiero. Nunca quise tanto a nadie como lo quise a él en su momento, pero ya no aparece en esos lugares donde mi felicidad depende de su persona, ya no tiene el poder de destrozarme. Y no lo tiene hace años, aunque pareciera que todavía no se enteró.
¿Lo peor? Saltó y no había charquito, pero los celos son más fuertes que él, que no puede con su psiquis. No vamos a volver a hablar por un mes, por lo menos; hasta que yo llame y le diga: "está bien, te perdono la cagada que te mandaste".


No hay comentarios:

Publicar un comentario