lunes, 17 de septiembre de 2012

Giro una vez más la tacita, ya fría, sobre sí misma. Revuelvo su contenido oscuro. Observo su pequeña manijia, las flores azules y rojas inmortalizadas en la porcelana blanca. Qué taza más horrible. ¿Pero cuándo las cosas que elegía para esta casa no eran horribles? ¿Cuándo dedicó un poco de tiempo y buen gusto para elegir algo para lo que entonces llamaba hogar?
Quizás debí adivinarlo al notar su desdén, al ver el poco entusiasmo que le generaba la situación; ya fuese algo tan simple como escoger una taza (aunque probablemente haya sido la vajilla entera) hasta encontrar el departamento en el que viviríamos los próximos años. Es probable que ya por entonces, cuando dijo haber encontrado su lugar en el mundo, el de la calle Uriburu y French, ya supiera que sus días acá estaban contados. Pero nunca caí en la cuenta, puede que tampoco haya querido. Ni siquiera lo acepté cuando comenzó a pasar más tiempo en el Cementerio de Recoleta que en nuestra propia casa. Los muertos se convirtieron en su compañía, quizás en sus únicos confidentes. Poco a poco se redujo nuestro diálogo hasta limitarse al estrictamente necesario. Ya no hacíamos el amor y darle un beso costaba más que conseguir un poco de cariño en otra parte. Creo que así comenzó.
Indefectiblemente, todos necesitamos un poco de cariño. Ese tan molesto pero preciso que nosotros no supimos darnos.Entonces la alianza fue un símbolo de buenas costumbres y deberes, deberes que él cumplía por obligación y yo por gusto. Nunca funcionó, tampoco dimos mucho para que funcionara y era cantado, quizás desde que nos casamos, cómo iban a terminar las cosas.
Si se hubiera acostado con ella lo hubiese perdonado. Digo, se acostó con ella; pero si el engaño hubiese sido solamente carnal ahora estaría sentado disfrutando de un té, como yo, en esta horrible taza. Sin embargo se enamoró. La deseó con el cuerpo pero también con el alma; le excitaba su inteligencia, las discusiones, que defendiera con vehemencia sus ideales. Le encantaba que hicieran el amor pero también quería escucharla hablar durante horas porque estaba convencido de que tenía muchas cosas para enseñarle. Y ese era el aspecto que yo más le envidiaba. A mí nunca quiso escucharme hablar. Me callaba alegando que era muy ingenua, que  no entendía nada, que el mundo estaba lejos de mi percepción. Terminé creyendo que estar en silencio era el lugar que me correspondía, que honestamente no tenía nada para ofrecerle más que el cuerpo y la compañía muda. En la cama lo mordía fuerte para hacerlo sufrir, pero se calentaba más y terminaba sin fuerzas, siquiera para decirle que lo odiaba.
Un día me dijo "Elena". Su mirada verdosa llena de terror se clavó en mis ojos marrones y supe que, a su manera, me tenía tanto miedo como yo a él. Cerré los ojos, fingiendo no haberlo escuchado. Le besé los labios más fuerte que antes y Elena siguió siendo nadie por varios meses. Quizás si no se hubiera enamorado lo hubiera perdonado. Quizás si se la hubiera cogido lo hubiera perdonado. Y se la cogió.
Pero el amor es irremediable e imperdonable. Nunca hubiese vuelto a quererme después de conocerla, que al final es más linda y más inteligente, que habla bien y que coge mejor.
Me parece que está empezando a largar olor. Ya es hora de que se reúna con sus amigos, los del Cementerio de Recoleta.
Revuelvo una vez más el té ya helado. Antes de llamar a la funeraria voy a dormir la siesta.

Y bueno, lo cursi iba a acabarse en algún momento.

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