miércoles, 11 de julio de 2012

Tic-Toc, la vida.

El reloj de arena iba y venía, iba y venía. Su mirada, la más profunda de los últimos años, se perdía en los granos de arena cayendo incansablemente. Mirar a los ojos era una cualidad que ya no tenía; tal vez nunca la tuvo, no lo sé. Pero antes, al menos, se preocupaba por levantar la vista, por mirarme, por fingir que las cosas estaban bien. Ahora siquiera eso. Lo persiguen fantasmas de un pasado idealizado que nunca sucedió, como si todo aquello hubiese sido perfecto, como si allí no hubiera dolor o errores. Lo persigue mi recuerdo y el suyo y la relación que nunca tuvimos. Lo persiguen los ojos de la otra, de las otras, de todas ellas. Lo persiguen sus labios carnosos y sus piernas, sus cabellos largos, sus sonrisas tontas.
Me duele ver el amor desgastado en sus ojos; me duele ver cómo sufre; duele la costumbre, la distancia. La vida pasa y él sigue sentado en el sillón de cuero, perdido en libros de filosofía, fumando habanos, escribiendo cosas, buscando en el laberinto que es su mente una explicación. Se arrugan las manos y el rostro, tiembla y llora. Se deshace, se degrada. Y poco queda del hombre que conocí, el que descansa inmortalizado en las fotos que ahora yacen en una valija. Poco queda de esa pasión, de ese entusiasmo, del deseo de los primeros años, de la rebeldía y los cigarrillos.
No es que me moleste que me eche la culpa; es tener las manos atadas mientras se hunde nuestro barco, es verlo convertirse en todo eso que nunca quiso ser

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