miércoles, 4 de julio de 2012

La cama vacía es, quizás, el lugar donde más le duele, donde más la llora, donde más la necesita. La cama vacía y deshecha es el recuerdo vívido de que ya no está y tampoco va a volver. Es su fantasma incansable. El frío abrazándolo no es sino la falta de su cuerpo. Y el tiempo corre, le acaricia las manos heladas y sigue corriendo. Porque al tiempo no le importa que no esté. No le importan los cafés en soledad, los silencios que le explotan la cabeza, los ojos persiguiéndolo. No le importa el recuerdo de las manos en su cuerpo, de la boca en su piel. No le importa su perfume ni las cartas que dejó en la mesa de luz. Al tiempo no le importa nada.
Él sigue allí, sin embargo. Sentado en el piso, contempla la cama revuelta donde el tiempo no pasa y no para, contempla sus manos vacías, el vaso de Whiskey. Las lágrimas secas y el cenicero que promete que algún día llega el olvido. Pero no llega, no llega porque no quiere olvidarla.

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