sábado, 12 de febrero de 2011

Este cuento lo escribí hace un tiempo atrás para un concurso intercolegial. Todavía no había empezado el taller, es probable que tenga algunos (varios) errores. Es un cuento del que me enorgullezo y, sin embargo, jamás se lo voy a mostrar a mi papá o a mi abuelo. Es difícil, dudo que mi papá me diga mucho, pero mi abuelo armaría un escándalo. Siendo militar este cuento sobre la dictadura es una ofensa para él.

Si alguien que lea Razones lee ésto, este es el cuento con el que tanto jodí. La consigna del concurso era "el compromiso con la tierra de uno". Esto salió, espero que lo disfruten :)

El ropero

Recuerdo como si fuese ayer el día que me quitaron a mis padres, como mi hermana me tapaba la boca para que mis desesperados sollozos no se oyeran. Recuerdo, y se me eriza la piel.

Papá y mamá trabajaban en un diario, eran periodistas. Cuando el famoso Proceso de Reorganización Nacional comenzó, las cosas se fueron poniendo difíciles. Lo que más me llamó la atención fue que cada vez nos visitaban menos amigos porque, según decían, éramos “peligrosos”. Claro, yo con nueve años no lograba comprender por qué llamaban peligrosa a una familia tan normal como la mía. Mi hermana tenía quince en aquel entonces y ella si entendía un poco más. Se quedaba largas horas hablando con mamá del tema y a veces hasta lloraba, pero cuando yo le preguntaba qué pasaba me decía: “Nada nene, seguí en lo tuyo”. Papá me observaba con los ojos entristecidos y me acariciaba la cabeza, como queriéndome transmitir todo lo que no decía.

Un día mamá llegó a casa triste, muy triste. Con los ojos rojos de llanto me hizo prometerle que si ella llegaba a ordenármelo, debería hacerle caso a Sofi, que ella ya le había indicado qué hacer. Pero qué iba a entender yo a qué se refería mi madre. En ese momento pensé que estaba divagando, que no sabía lo que decía o algo por el estilo, pero contra todo pronóstico mío, el día llegó. Era de noche, nosotros estábamos cenando cuando escuchamos golpes en la puerta, golpes muy fuertes. Hacía unos meses que mamá nos daba de cenar más temprano a mi hermana y a mí. Supe, por la cara que puso papá y como se le transformaron las facciones a mamá, que había llegado el momento en el que debía hacerle caso a mi hermana. Lo observé todo como en cámara lenta y aún lo recuerdo así. Los ruidos aumentaban su intensidad, incluso arremetían con patadas. Mi madre nos besó la frente a ambos con lágrimas en los ojos, recordándonos lo mucho que nos amaba. Papá, parado desde donde estaba, nos hizo un adiós con la mano y nos tiró un beso, mientras algunas lágrimas recorrían sus mejillas. Comprendí finalmente que algo pasaba, papá no lloraba porque sí. Yo los observaba sin entender lo que sucedía mientras Sofía me jalaba del brazo hacia las habitaciones. De fondo… de fondo se oían los golpes en la puerta y gritos con palabras que mis papás me habían enseñado a no decir.

−Benja, escúchame bien porque tenemos muy poco tiempo. Ahora yo te voy a hacer pie y vos vas a trepar ahí arriba −dijo, señalando un estante que había en lo alto del placard-. Después me das la mano y yo subo con vos, ¿sí? Como cuando jugábamos a las escondidas, en silencio porque nos pueden encontrar.

−¿Quiénes? −pregunté, ya muy asustado.

−Cuando termine todo te explico lo poco que sé −me prometió.

Yo solo asentí, confiando en su palabra. Luego, con suma habilidad trepé a donde ella me había dicho y le di la mano para que subiera conmigo. Mi hermana siempre fue de estatura pequeña, por lo que no nos costó mucho lograr que subiera. Observé cómo cerraba las puertas del ropero y la única luz que nos quedó fue la que se colaba por entre medio de las puertas mal cerradas. Sofi me guió atrás de todo del estante y nos escondió detrás de mantas, bolsos y ropa. Aún ahí escuchábamos los golpes y en un determinado momento oí ese ruido que hacen los fuegos artificiales y las armas al disparar. Mi hermana me abrazó fuerte, me tapó la boca y se aguantó mis mordidas; me rogó muy bajito que no gritase y ella misma se mordió los labios para no hacerlo. En aquel momento creí que eran ladrones a los que mis padres se enfrentaban; luego, con el paso de los años, entendí que era algo mucho peor.

Quizás, si en aquel momento hubiese sabido que sería la última vez que los vería, le hubiese prometido a mamá que no me olvidaría de ellos y le hubiese dicho a papá que lo extrañaría, los hubiera abrazado como jamás lo hice.

Creo que mi odio al olor a naftalina nace del tiempo que pase encerrado allí, sufriendo como jamás había sufrido en mi corta vida y viendo sufrir a mi hermana, a quien quiero profundamente. Sí, el olor a naftalina me recuerda al dolor y al miedo que sentí en aquellos interminables minutos que pasé encerrado en el placard de la habitación de huéspedes, a la última vez que los vi.

Aún no puedo olvidar los gritos de mi padre, el llanto desconsolado de mi madre y las voces graves y rudas de hombres desconocidos. Mientras, Sofi y yo llorábamos en silencio; uno por imposición, el otro por voluntad propia. Ella me abrazaba fuerte contra su pecho intentando infundirme una tranquilidad de la que carecía. Las voces de mis papás sonaban lejanas, cada vez más lejanas, como si se los estuvieran llevando. Cuando pasamos largo tiempo sin oír ni un ruido Sofía decidió que era momento de abandonar el escondite. Bajé con rapidez, corriendo hacia el comedor para abrazar a mamá y decirle que no se preocupara por lo que nos habían robado, que todo iba a estar bien. Gigante fue la sorpresa que me llevé, no estaban. La habitación había quedado en sumo desorden; la televisión seguía encendida; sobre la mesa seguían los dos platos, esos que con tanto empeño mamá hacía que estuviesen a destiempo de los suyos. Sofía me observaba con sus pequeños ojos verdes bañados en lágrimas desde el pasillo, no sabiendo qué decir. Movió los labios muchas veces, pero luego volvía a quedarse en el estado inicial, como si se arrepintiese de lo que todavía no había pronunciado.

−Se los llevaron, Benja −murmuró muy bajito, tanto que me costó entenderla.

Cuando logré procesar sus palabras corrí abrazarla. Con mis cortos nueve años no entendí realmente el significado, sólo lo comprendí con los años, cuando fui creciendo y nuestros padres jamás regresaron.

El tío Francisco, el hermano de mamá, se hizo cargo de nosotros. Él tenía dos hijos varones, uno más chico que yo y el otro más chico que Sofi. María, su esposa, nos recibió con una sonrisa amablemente triste. Todos mis recuerdos junto a ellos son buenos. Mis tíos se convirtieron en casi mis padres; mis primos, en casi mis hermanos. Nos cambiamos de colegio a uno en el que nadie conocía nuestra historia, en el que logramos comenzar nuevamente y hacer amigos por lo que éramos y no por lástima o ese morbo que tenemos los seres humanos por acercarnos a las personas a las que les pasó algo malo simplemente para saber de ello.

Sofi fingió sobrellevarlo mucho mejor. Sin embargo, la oí llorar todas las noches durante años. Supongo que aparentaba esa entereza por mamá, como agradeciéndole de alguna manera e intentando cumplir el rol que había quedado vacío en nuestras vidas. Con los años mi hermana me explicó lo que había sucedido, lo que ella sabía. Durante la primera etapa “del proceso” mis padres fueron algo así como periodistas revolucionarios que estaban en contra del accionar de quienes en aquel momento gobernaban el territorio argentino. En aquellos tiempos en mi país no existía la libertad de expresión, se opinaba igual que el gobierno, y el que no lo hacía era secuestrado o “chupado”, como los militares llamaban a atrocidad que cometían; tal como hicieron con mis padres.

Sí, a mí la dictadura me quitó a mi familia, la posibilidad de crecer junto a mis padres. A veces considero que aquel pensamiento en el que imaginé que quienes entraban a mi casa eran ladrones no estaba tan alejado de la realidad. Ellos nos robaron, nos robaron a mis padres, nos robaron sus sonrisas, nos robaron su cariño, sus besos, sus abrazos. Nos robaron casi todo. Lo más triste es que cuando es un delincuente quien te roba, una posibilidad de que se haga justicia tenés, por más ínfima que sea, existe; en cambio nosotros no tenemos a quien reclamarle, porque siquiera sabemos quién fue y a dónde los llevaron. Cívicamente hablando mis padres no están muertos, están desaparecidos, aún cuando no se ha sabido nada de ellos luego de tantos años.

Estuve mucho tiempo sin poder conciliar un sueño profundo; sin poder apartar esas pesadillas en las que “los ladrones” también venían por mí; sin poder abrir el ropero que aún conservo en homenaje a mis padres y como símbolo de su amor; sin poder mirar a mi hermana a los ojos, que estaban tan o más entristecidos que los míos. Tardé en recuperar la sonrisa y la alegría por la que me caractericé en mi infancia; en volver a tomar chocolatada porque −según decía yo− ninguna tenía el sabor de la que me hacía mi mamá; en volver a jugar con soldaditos porque no le encontraba el sentido si no era con mi padre. No, me corrijo, jamás volví a jugar con mis adorados soldaditos de plástico.

Podría haber elegido continuar mi vida desde el lugar de víctima; podría haber votado por encerrarme en mi dolor; resentirme con la vida, con Dios, con los demás. Se me presentó la posibilidad de ir a vivir a otro país, donde me pintaban una realidad distinta y mucho más dulce. Intentar “lavar” mi memoria, aún sabiendo que no es posible. Sí, si hubiese querido podría haberme ido bien lejos, pero elegí quedarme, elegí y vuelvo a elegirlo todos los días. Hubiera sido muy cobarde escapar así de mis recuerdos, eso no fue lo que mi padres me enseñaron. Esa historia me pertenece, tanto como yo pertenezco a la tierra que me vio nacer.

Tengo pocos recuerdos de mis padres, pero los atesoro como la más cara de las reliquias. No sólo guardo recuerdos, también tengo ciertas enseñanzas. Creo que el aprendizaje más importante que poseo de ellos es defender mi forma de pensar, mis ideales, respetuosamente, pero hacerlo siempre.

Intento entender un poco mejor mi pasado, aprender de él y lograr seguir con esas vivencias. Dicen que jamás se olvida, por eso no he intentado hacerlo, pero intento aprender a convivir con esos hechos que “forzaron” este hombre que soy ahora, veintitrés años después. Oí por ahí que escribir es una forma de buscarle una explicación a lo que ni uno mismo entiende y es por eso que lo hago, amo escribir, amo mi profesión.

Seguí sus pasos y llegué a ser director de un periódico importante de la República democrática Argentina, supongo que algo bien hice. Me casé con una hermosa mujer, que me regaló tres hijos igual de bellos. Intento ser un buen padre, un buen hombre, un ciudadano justo, ese es mi compromiso. Creo que tomar el dolor, hacer que me pertenezca, atravesarlo, aprender de él y querer comenzar de nuevo es un gran paso. Eso hice, volví a empezar, y eso intento enseñarles a mis hijos: que siempre se puede volver a empezar, incluso desde del dolor.

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